Andrea Alvira

Los cazadores

Las tardes de verano en San Ramón eran secas y resplandecientes. Los eucaliptos formados en largas hileras señalaban la entrada de casas y campos. El viento norte desparramaba la tierra arada. En las cunetas se zarandeaban las colas de zorro. El silencio de las chacras se interrumpía cada tanto con una trilladora que arrancaba o el motor de un tambo que empezaba su tarea vespertina.

En una de las casitas con patio y galpón que se levantaban alrededor de la cooperativa, vivían una niña y un niño. Eran hermanos y se llevaban pocos meses de diferencia. Solían pasar las tardes entre su patio y la canchita de la parroquia. A veces jugaban con los vecinos, a veces solos, aunque siempre los dos juntos.

Les habían enseñado a cazar pajaritos desde muy pequeños. Cuando el niño tenía tres años le dieron una gomera con una piedra. Apuntó al revés y se dio en la nariz. Su madre conservaba una foto de ese día.

El padre les enseñó a construir sus armas. Compraba la goma y los cueritos. Les enseñaba a elegir las mejores horquetas y a apuntar correctamente. Recalcaba que no todos los pájaros podían cazarse. Los únicos bichos que mataba con la escopeta eran las cotorras y los morajús que le comían el maíz. Les explicaba eso mientras les mostraba cómo tirar con la gomera aprovechando el viento.

La abuela materna les había cosido un morral de retazos de jean. También les señaló la entrada de ripio donde podían encontrar las mejores piedras, e insistió en aquello que ya les habían dicho: no todos los pájaros podían matarse. Solo se podían cazar plagas: morajús, palomas medianas. Estaban vedados los pájaros que no sirvieran para comer: cuús, gorriones. Lo mismo regía para los pájaros de los que ya se veían pocos: cardenales, horneros. Una vez, entre las mandarinas, le dieron a un zorzal. Lo trajeron corriendo a la cocina de la casa. La abuela no les dirigió la palabra en toda la tarde.

Ese verano del año ‘94, un tío materno pensó que era una buena idea prestarles el rifle de aire comprimido. La mayoría de los niños de su edad, en un lugar como ese, tenían acceso a un “aire”. Era el paso intermedio entre la gomera y la escopeta. La madre de los niños no estuvo de acuerdo. El padre, entre la sensatez y los mandatos, les permitió usarlo una sola tarde. Luego lo devolverían a su dueño.

Dedicaron la mañana a los preparativos. Sacudieron su morral, juntaron piedras, ajustaron sus gomeras, guardaron los balines. Acordaron usarlo una vez cada uno. Un tiro cada uno. Se repetieron mutuamente las advertencias que les había hecho su padre. La madre decidió no intervenir. Se aisló de todo lo que ocurría en torno a la tarde de caza, y se limitó a esperar que vuelvan. Solo pensaba en verlos regresar enteros, sin magulladuras.

Los vieron salir a eso de las cinco de la tarde. Habían propuesto ir hasta la tapera de sus abuelos paternos, pero no obtuvieron el permiso porque el lugar quedaba bastante alejado de la casa. Tomaron entonces el camino que iba hacia el este. Sus zapatillas de lona iban de una cuneta a la otra. Con el reverso de la mano que sostenía la gomera, él secaba su frente transpirada. Ella atravesaba el pastizal con movimientos seguros para que todo crujiera lo menos posible. Entre manzanillas y dientes de león, trataban de acercarse al alambrado donde se posaban las palomas medianas. Querían volver a la casa con cuatro o cinco, las que pudieran. La abuela les había dicho que con esas se podía hacer un guiso.

Una hora después habían avanzado novecientos metros, y llegaron a la entrada de Doña Ana. El camino hasta la casa eran ciento cincuenta metros de tierra, alambrado y eucaliptus. Cruzaron el portón. Una vez adentro, bajo la sombra de esos árboles inmensos, guardaron las gomeras y pusieron un balín en la cámara del aire. Estaban entusiasmados y aterrados por la idea de disparar solos, sin que nadie los estuviera supervisando. Eran conscientes de la adrenalina y el riesgo. Bajo sus gorras desteñidas resonaban los consejos del padre, los requisitos de la abuela, el fanfarroneo del tío, el silencio de la madre.

La luz de la tarde empezaba a filtrarse anaranjada entre las copas tupidas. La primera en tirar fue ella. Pum! Alboroto de palomas, unas hojas secas caídas. Luego tiró él. Pum! Paf! Una paloma mediana se desplomó entre las ramas hasta dar con el suelo. Con un poco de orgullo y asco la metieron en el morral. Cruzando el alambrado divisaron a Doña Rosario que pasaba en su bicicleta tarareando una melodía incomprensible. Esperaron unos minutos que se aleje por entre los pastos rusos. Tiraron dos o tres tiros más cada uno. Pum! Pum! Pum! Paf! Paloma cuú al suelo. Había tirado ella. El niño se acercó a la cuú, que había caído a unos treinta metros. La tomó entre sus manos y la llevó hasta donde estaba su hermana. Estaba viva, pero muy malherida. Era una presa prohibida, no servía para nada, no iban a poder explicar por qué le apuntaron. Tampoco la podrían curar.

La niña se quedó perpleja, sin reacción. Él puso la paloma en el suelo, parada. Le pidió a su hermana que la tome de su cabecita. Agarró el rifle y habló decidido, con palabras ajenas: “Hay que ejecutarla”.

El camino de regreso fue silencioso. En dirección al oeste arrastraron sus zapatillas llenas de yuyos y tierra. A lo lejos escucharon el grito perturbado de un tero que sobrevolaba la canchita. Sentían culpa por haber malherido la paloma, y cierta complacencia por haberle evitado el sufrimiento. Lo habían visto muchas veces, así se hacía en el campo cuando un animal enfermaba. En la esquina del camino, detrás de la parroquia, la madre y el padre los veían en su lento regreso. La mancha sepia de la tardecita comenzaba a borrar los contornos y ellos achinaban los ojos para enfocar mejor.

Finalmente llegaron a la casa. En la canilla del patio, al lado del bombeador, se sacaron el calzado y se lavaron las manos, los pies, las rodillas. Humedecieron su cara y su nuca como limpiándose algo más que la polvareda. Le pidieron al padre que guarde el rifle, y que se lleve a la tapera las palomas muertas del morral.

 

 

 

 

Andrea Alvira

Nació en el norte de la provincia de Santa Fe en 1984. Vivió en el campo, luego en Romang, y desde 2002 reside en Rosario, adonde vino para estudiar Letras. Trabaja como administrativa y es mamá de Santi. Escribió montañas de cartas, diarios íntimos y poemitas, y ahora con menos deseo y más rigor redacta y corrige informes, proyectos y presentaciones de trabajo. Desde el año 2019 participa del Taller Patas de Cabra.