Gabriela Elissondo
Monstruos
Al principio creí que nuestros monstruos internos se podían llevar bien, capaz pegaban onda, salían a dar una vuelta en bicicleta, se contaban sus técnicas para atormentarnos, su manera de reírse de vos y de mí, no sé, cosas de monstruos. Pero nunca pasó, se miraron con desconfianza desde el primer día sin que nosotros lo advirtiéramos. Seguimos flotando en nuestra nube mientras ellos armaban quilombo. El tuyo era demasiado grande y el mío se empezó a sentir chiquito. Se obsesionó con imitar la grandeza hasta que un día se perdió. Lo encontré un martes en un rincón grisáceo y húmedo, lo levanté y le dije que ya estaba, que nos íbamos a un lugar donde no tuviese que copiar a nadie.
Además, a vos no te gustaba dormir la siesta y con eso ni los monstruos pueden convivir.
Mentira quemada
Con la certeza de que lograría desquitarse atravesó la puerta como un viento, la cerró tan fuerte que hizo temblar el cuelga llaves de la pared de entrada. Los ojos desorbitados no lograban hacer foco, se chocó con la mesa ratona largando una puteada de siete palabras seguidas, batiendo así su propio record. La bronca estallaba en cada R, las letras finales se hacían cada vez más largas pegándose con la primera de la palabra siguiente como en un collage de un alumno de 2º grado.
La estufa ardía en el living, el fuego se agrandaba y se achicaba como siguiendo el ritmo de una canción. Ella daba vueltas mirando y buscando desquitarse con algo, con lo que fuera. En uno de esos giros sus ojos dieron con la colección de muñecas rusas de su madre. No lo dudó, empezó a tirarlas una por una en orden de tamaño. Las chiquitas fueron las primeras en arder lanzando chispas naranjas y amarillas. Antes de arrojarlas, las miraba un instante y les dedicaba alguna frase embroncada. La última fue la más grande, esa que se encarga de acobijar al resto, pintada delicadamente en rojo, verde y azul, con ojos negros muy grandes, la muñeca le clavó la mirada y desde su boca de tinta negra le dijo: Yo no tengo la culpa de que te haya mentido otra vez.
Pasos de lluvia
Sus ojos se nublaron, el pelo se convirtió en un remolino que avanzaba haciendo volar las hojas y todo aquello que un fuerte viento pudiera levantar. De su boca comenzaron a salir truenos y sus manos se movían eléctricamente. Sus pasos eran lluvia, una lluvia pesada, de esas en las que las gotas estallan sobre la tierra. No podía parar de tronar, ni de llover mientras caminaba. Una vez más se había convertido en tormenta, como aquella tarde de infancia en que su hermano le rompió a Carmela.
Desfile en el altillo
Algunos dicen que nació en el antiguo oriente pero que de tanto mirar sus ojos se volvieron redondos. Otros aseguran que creció cerca del mar o en un pequeño barrio de ciudad. Perdió su pelo en una lucha cuerpo a cuerpo con la gravedad. Tiene el don de la palabra pero su magia radica en la escucha. La reflexión es su máximo poder aunque le pueda jugar una mala pasada. Sentado en su altillo, mezcla de oficina y juguetería, recibe a sus confidentes. Desfilan durante el día sin darle respiro más de una vez. Algunos eligen la calma de la primera hora y otros la alegría de finalizar la semana. Llegan sonrientes, tristes, con lágrimas en los ojos, preocupados, expuestos, con el corazón en la mano o la cabeza en los pies. Sedientos de escuchar su opinión, dispuestos a que les permita cambiar la mirada, decididos a discutirle cualquiera de sus argumentos, alegres de compartir la felicidad y tranquilos de saber que estará el abrazo y la palabra de consuelo cuando la nube negra los ataque. Mezcla de payaso, mago y sabio. Ignorante de su inmensidad ahí está bailando con desparpajo en una fiesta.
Gabriela Elissondo
Nació en 1985 en Tandil, vivió su adolescencia en Venado Tuerto y reside en Rosario desde 2004. Es Licenciada en Comunicación Social