La puerta

Yo confieso porque debo hacerlo. Por mí antes que por ningún otro.

Suena el tercer timbre del día y sé que ese momento que estuve toda la semana temiendo que llegara, finalmente está aquí. La sola idea de vivirlo me sacó el sueño los últimos tres días. Y no me refiero a pasar la noche sin dormir, sino a esa horrible sensación de acostarme en la cama y despertarme al otro día pensando exactamente en lo mismo. Como si nunca hubiese cerrado los ojos. Fueron noches donde intenté de todas las formas posibles evitar la humillación, el dolor y la vergüenza de esta confesión.

Le di vueltas al asunto de todas las maneras posibles. Intenté encontrar alguna forma de ver mi comportamiento que me ayude un poco a bajar mi nivel de culpa, que llegó a sentirse como un líquido que tomó el lugar de mi sangre para de esa forma recorrer cada centímetro de mi cuerpo. Busqué responsabilizar a otros pero no encontré a nadie. Intenté encuadrarlo como error excusable y convencerlos. Convencerme. Que se yo. Que aparezca algún atenuante. Algo que haga entender a la gente que mi acción fue totalmente comprensible. Pero si no lo comprendo yo, de ninguna manera lo van a comprender otros.

Luego de mucho pensarlo o buscarle la vuelta, mi cabeza llegó a un punto donde lo inapelable del tema hizo que ya no resistiera más revisiones. Y así estoy ahora, apuntando hacia la única dirección que conozco para liberarme de quien jamás pensé que podía ser. El último recurso. La única solución posible. Confesar.

Anoche extrañamente dormí mejor. Quizás en mis penumbras soy consciente que hoy me voy a sacar esto del cuerpo. Que no va a transcurrir otro día igual al anterior. Que la agonía por lo menos va a tener fin. Ustedes no se imaginan lo que agota buscar formas de evitar lo inevitable.

Lo más difícil, sin dudas, comenzó hoy al despertar. Desde el primer instante en que abrí los ojos apelé al único recurso que conozco para que el tiempo transcurra más despacio: mirar un reloj. Me ocurre que si me distraigo o me ocupo de otra cosa, cuando vuelvo a ver la hora siempre me queda la sensación de que pasó más tiempo del que yo había imaginado. Hoy no podía darme ese lujo. Estuve toda la mañana viendo cómo las aguas de mi reloj danzaron sutilmente entre sus números. Llegué a un punto de concentración tal que pude contemplar y anticipar con exactitud el ritmo y los suaves movimientos que realizó la aguja que marca las horas. Puedo asegurarles que no tengo ninguna noción de lo que pasó fuera de este reloj. Eso ocurrió, claro, hasta que sonó ese puto tercer timbre.

Me levanto del asiento y comienzo a dirigirme hacia donde no quiero ir. Decido tomar el camino más largo para llegar lo más tarde posible. Subo las escaleras peldaño a peldaño, apoyando los dos pies en cada uno antes de volver a moverme. Camino con la cabeza gacha en todo momento. Por primera vez noto el color de los zócalos del suelo, la tierra alrededor de las macetas, el charco de agua que se acumula en una rejilla que seguramente esté tapada. Me muevo de forma lenta y con mucha cautela. De ninguna forma quiero que algún conocido note o sospeche lo que está ocurriendo en mi cabeza. O lo que está a punto de suceder.

Llego a la puerta a las 10:47 de la mañana. Lo sé porque nuevamente poso miro el reloj. Pero esta vez no me detengo a observarlo. Mi mirada se escapa y rápidamente queda atascada en la puerta. Mi cabeza proyecta de mil formas distintas lo que va a ocurrir cuando la traspase. Ninguna mejor que la otra.

Quiero calmarme. Lo primero que se me viene a la mente, por supuesto, es mi familia. Sobre todo mis hermanos. Ellos son mayores que yo y recibieron mi misma educación. Jamás se encontraron en mi lugar. O si lo hicieron pudieron sortear las dificultades de formas que yo no supe hacerlo. Quizás todavía no estoy preparado para la vida adulta. Pero no. Sé que no es eso. Es porque soy más débil. Nuevamente vuelvo a enredarme buscando excusas como mecanismo de defensa. Soy yo quien se encuentra frente a esta puerta a punto de entregar mi confesión. Nadie me empujó ni me arrastró. Soy yo quien se comportó de formas que no son dignas en mi familia. A partir de ahora que se refieran a mí como “el hijo rebelde” dejará de ser un mote gracioso para transformarse en una acusación. Cada gota de sudor que se cuela por el costado de mis ojos representa a una persona a la cual siento que defraudé. Y son muchas.

Quien más molesto está conmigo soy yo. Todavía me considero joven. Me imaginaba más fuerte, con las ideas más claras. Una persona convencida de lo que es y de quién quiere ser. Pero derrumbé mi camino demasiado rápido. No existen posibilidades del futuro que siempre soñé con este antecedente en mi carpeta. Mi película de Disney se terminó a la media hora con la muerte del ratón.

Las gotas de sudor se confunden con las lágrimas cuando apoyo mi mano sobre el picaporte para ingresar a la habitación y sacarme de encima eso que pensé que nunca iba a hacer. Mucho menos contar. Tomo aire y me dejo impulsar por la convicción de estar haciendo lo que es debido.

Salgo de allí luego de transcurridos quince minutos. Mi cara se encuentra seca y mis ojos nunca estuvieron tan abiertos. La respuesta del Padre Sergio a mi confesión por haber descargado un video porno de WhatsApp fue: “Andá tranquilo, pecado hubiese sido no verlo”.

De imanes y amores

Sebastián es un chico sano. Lo conozco desde hace mucho. En realidad desde que se mudó acá, su primer departamento de soltero, allá por el año no sé cuánto ¡Qué épocas aquellas! ¡Cuánto miedo tenía! Su papá lo alentó mucho a que se atreviera. Lo instó a ser valiente y dar el gran paso. Le dijo que lo único que necesitaba era encontrar un lindo monoambiente con un alquiler bajito que con su trabajo pudiera bancar. Después solo era cuestión de comprarse una cama y encontrarme a mí, su heladera. Somos las únicas dos cosas indispensables en una primera casa. Le dijo que el resto iba a venir solito a su debido tiempo.
Cada vez que veía la cara de temor en Seba al notar cómo el sueldo se le iba casi en su
totalidad al día siguiente de haber cobrado, aparecía con unas cervezas para calmarlo. Le decía que tenía todo lo necesario, que no se apure, que iba a ir dándose cuenta lo que necesitaba a medida que lo buscara y no lo encontrase. Así fue ocurriendo que un día compró papas y se dio cuenta que no tenía pelapapas. Quiso hacer puré pero tampoco tenía pisapapas. O cuando compró zanahorias y no tenía rallador. Todavía me acuerdo cuando invitó a la primera chica a dormir y no encontraba un cortaúñas. Tuvo que sacrificar una tijera. O aquella eterna noche que intentó con fósforos sacarse un pedazo de comida que le había quedado atascado en una muela porque no tenía escarbadientes. Lo vi armarse de a poco. Cada día más seguro y más contento. Me asombra ver el hombre en el cual se ha convertido. Hoy su departamento se encuentra desbordado de recuerdos. Algunos ya son basura, pero al pobre Seba le cuesta soltar.
A mí siempre me trató con ternura. Durante mucho tiempo casi ni me usaba. Eran las
épocas donde el peso no sobraba. En realidad faltaba y mucho. Durante un largo tiempo fui prácticamente una enfriadora de envases de gaseosas llenos de agua. Dejaba cosas adentro mío que luego no usaba. Nunca le gustaron las mermeladas que la gente le regalaba como recuerdo de un viaje. Los frascos quedaban prácticamente depositados sin abrir. Recuerdo con mucho cariño aquel limón que permaneció a un costadito de mi puerta durante trescientos cincuenta y ocho días. No llegó al año por una semana nomás. La culpa fue de Leo, su mejor amigo, que cansado de encontrarse con el mismo limón cada día más marrón y más duro, un día directamente lo agarró con la mano y lo tiró por el balcón. Por suerte no le pegó a nadie. Creo.
La relación de Sebastián con la cocina no arrancó bien. Simplemente prefería el
delivery. La idea de cocinar lo estresaba, pero mucho más la de tener que lavar los platos y las ollas. Eso fue hasta que conoció a Laurita, por supuesto. Con ella sí cocinó de todo. Era muy gracioso verlo hacer malabares con la computadora mientras intentaba cortar las cebollas sin perder de vista el video de You Tube donde le enseñaban la mejor forma de hacerlo. Qué pibe tonto. Laurita fue su primer gran amor. Ella era loca y muy histérica, pero conmigo siempre se portó bien. Me llenó de verduras, frutas y frascos de cosas cuyos nombres ya no recuerdo.
Todo orgánico y natural, según sus etiquetas. El día que se separaron sacó todo y lo puso en una bolsa que le regaló al Fasadero, su vecino hippie. Recuerdo volver a sentirme como en los primeros días. Vacía.
Nuestro punto de conflicto siempre fueron los imanes. Nunca entendí su necesidad de
llenarme de esas cosas. Yo soy bastante hermosa así sin nada. No necesitaba arruinarme con imanes de rotiserías, parrillas y cerrajerías. Para que me comprendan les cuento que tengo cinco imanes del mismo parripollo. Y lo peor de todo es que el tonto ya ni los usa. Encuentra la respuesta a todo en su celular. Pero bueno, hagamos de cuenta que puedo soportarlo. Si les tengo que ser sincera lo único que me enerva al límite de poner en peligro mi sistema de refrigeración son los recuerdos que trajo de su único viaje a Estados Unidos. El sinvergüenza volvió con imanes de plástico con la forma de cada estado que conoció. O sea, cuatro. Y los puso como si existiese un mapa imaginario en mi panza con la idea de algún día traer los cuarenta y seis restantes y completar el mapa de ese país lleno de yanquis capitalistas. Iluso.
Como si yo le creyera que va a volver tantas veces. Además, ¿me pueden explicar qué puede tener de divertido visitar un estado como Idaho? ¡Nada! Perdón que me ponga nerviosa, pero entiendan que yo soy de industria nacional. Me hubiese encantado que esa misma idea le hubiese nacido con las provincias de mi país. En ese caso luciría mi barriga con orgullo.
De todas formas Seba tiene algo que lo hace diferente. Siempre que una está enojada
sabe tener gestos que hacen que me olvide de la bronca y me ponga a pensar que estoy junto a la persona más linda, más buena y más amorosa del mundo entero. Es un amor infinito punto nieve. Cuando yo estaba en mi momento de enojo más alto con esa mierda sobre mi panza, ocurrió que falleció su papá y al día siguiente vino con una foto suya cuatro por cuatro y la puso en mi puerta. La sujetó con el imán del parripollo. Pudo haber elegido cualquier otro rincón del departamento. Pudo haber impreso una foto más linda de los dos y colocarla en un portarretratos. Pero no. Me eligió a mí para que yo la sujetara y así verla todas las mañanas al prepararse el desayuno.
Ya que estamos les voy a contar un secreto. A veces me gusta tirarle los imanes al piso
para molestarlo un poco nomás. Ese imán feo que sujeta la foto es el único que nunca tiré.
Espero que se haya dado cuenta. Yo creo que sí.
Hoy Seba está en pareja con Lola. Ella también es buena piba y lo quiere mucho. Más
que Laurita. Y no es una psicópata histérica. Eso ayuda mucho a que yo también la quiera. Algo lindo sobre ella es que nunca deja una hielera sin agua. Siento que de alguna forma me protege y me ayuda a sentirme útil. Hace varios años que están juntos y están esperando su primer hijo. Eso solo significa una cosa: mudanza. El monoambiente no alcanza para una familia de tres. Yo sé que me queda poco tiempo porque ya los escuché hablando de todo lo que se van a comprar en su nuevo hogar. Entre esa enorme lista de cosas se encuentra, por supuesto, una heladera nueva. De esas modernas que tienen la piel plateada y te preparan el hielo solas. Estoy segura que Lola va a extrañar mis hieleras.
Estos últimos días la nostalgia me invadió por completo. Recuerdos, risas, llantos,
vegetales olvidados que se transformaron en desechos y que fueron a parar a la basura no sin antes convertirse en una historia de instagram. Son muchas cosas. Duele.
Sin embargo, cuando todo luce oscuro y parece que se cortó la luz, hoy vino Seba a
saber evitar que me descongele. Con una sonrisa enorme los dos llegaron del obstetra y apoyaron sobre mí la primera fotito de la ecografía de su bebé. Esta vez usó el imán de una cerrajería para sujetarla y yo me morí de amor. Fue el regalo soñado para una despedida perfecta. Porque seguramente ustedes coinciden conmigo y por favor que no nos escuchen mis compañeros muebles, pero con todo lo que les acabo de contar creo que podemos coincidir en que claramente yo siempre fui su preferida.

Gonzalo Campero

Es abogado pero en la vida real le gusta dibujar y escribir. Hasta hace poco se reservaba el placer de la escritura solo para contar sus crónicas de viaje a familiares y amigos. Un día se dio cuenta que disfrutaba tanto de vivirlas como de redactarlas. Entonces decidió que era tiempo de tomarse las cosas en serio y animarse a escribir ficción. Fue allí que encontró este Taller, que le sirvió de plataforma para encontrar un montón de historias que tenía guardadas en la cabeza. Ahora Gonzalo dice que si en lo que le resta de vida llega a escribir solo la mitad de ellas se considera realizado. Pero Maia quiere que las escriba a todas.