Juan Pablo Di Pietro

El achurero

“La vida puede engañarte con su monotonía, pero no deja de ser una sucesión de primeras veces”. Alguien arrojó la frase la noche anterior con la clarividencia que sólo se obtiene de una borrachera imperial. El ahora axioma hacía malabares en sus pensamientos. De alguna forma, estaban reviviendo sus primeras veces en ese mismo momento.

 

Migue observaba impávido un vetusto televisor empotrado en uno de los vértices de la carnicería. Despedía con impunidad imágenes de alguna grabación del Show de Aj de décadas atrás. El conductor había tomado un segundo plano mientras Los Iracundos entonaban “Puerto Montt”. Por supuesto que esto le era ajeno, embelesado por el betamax conectado a la TV. Migue tenía afición por la tecnología antigua, sobre todo, aquella que había quedado relegada en el olvido. En su colección de magazines halló el ancla durante el vendaval que fue su separación. Era la primera vez que el grupo de amigos presenciaba cómo un matrimonio naufragaba.

 

Sergio, apostado sobre uno de los laterales de la carnicería, escrutaba un anaquel atiborrado de tiras cómicas que le resultaban imposibles de identificar. Se consideraba un experto en la materia, pero aquellos comics de un superhéroe luciendo una enorme “A” escarlata lo habían dejado perplejo. Sergio se refugió en Marvel y DC para superar la muerte de su madre. Dos meses atrás, asistieron por primera vez al velorio de uno de los padres del grupo.

 

Diego, por su parte, buscaba sus primeras veces. Observaba las cargas de Migue y Sergio con cierta envidia malsana. Él no tenía cargas. ¿Acaso era que no había vivido lo suficiente? Esa noche, él se encargaría de hacer el asado. Como buen ingeniero, se consideraba inútil para todas aquellas actividades por fuera del reino de lo digital. Pararse frente a las brasas le resultaba un desafío analógico inaudito. Pero se había preparado. Elaboró un gantt con toda la planificación previa, vio videos en YouTube sobre diversas técnicas de asado y la lista de la carne a preparar figuraba prolijamente ordenada según el peso de los cortes en uno de sus tantos todo lists del celular.

 

La carnicería lucía desolada, como toda Villa Romilda, que nunca se caracterizó por su afiebrada actividad. Hastiados de rutina, los tres amigos habían decidido pasar un fin de semana en el campo. Era el típico pueblo que arañaba los tres mil habitantes y que hallaba su razón de ser en la vuelta al perro en la plaza y los partidos de la liga cañadense. Pocos, los mismos, pero felices. Sin embargo, Villa Romilda vestía una inédita tristeza discepoliana.

 

Luego de una angustiosa espera, el carnicero emergió atravesando una cortina de cuentas de plástico. Su mastodóntica figura llevaba consigo, casi adosada, el menudo cuerpo de una mujer en muletas. El hombre la ayudó a sentarse y procedió a atender a los muchachos con un nerviosismo indisimulable. Diego tardó en reconocerlo, pero finalmente supo ver en esa mole y su mostacho al barman de la noche anterior.

 

—¿Perdoná, pero vos no sos el que servía los tragos anoche en la barra?

—Sí sí… pasa que este es un pueblo chico, y a veces, tenemos que laburar de más de una cosa. Cuando no estoy en la carnicería, hago tragos en el bar. Decime, ¿qué te puedo ofrecer?

 

Diego comenzó con la enumeración de los ítems de su lista mientras Sergio y Migue se unían sigilosamente. Fue en el momento en que pronunció la palabra “achuras” que todo dio un giro inesperado. La temperatura ya de por sí gélida de la carnicería disminuyó. El rostro del carnicero quedó desencajado como un cubo Rubik al cual le hubiesen propinado un mazazo. Se erizaron sus escasos cabellos como si le corriese energía por dentro. Comenzó a sudar profusamente y los capilares de sus ojos eran ríos de lava en vías de desbordarse de su cauce. Acto seguido, tomó una de las muletas de su mujer e hizo trizas el vidrio que cubría la exhibidora. La cubierta de cristal fue un tenue obstáculo en el trayecto de la muleta que fue a dar de bruces con los cortes de carne. Tira, lomo y cerdo empezaron a volar y a cubrir las paredes mientras el carnicero repetía sus embistes con la muleta. Algunos cortes llegaron a las aspas del ventilador. La sangre cubrió a los amigos que lucían como tres Carries en versión tarantinesca. Cuando ya la muleta era un galimatías de fierros retorcidos, el carnicero aplacó el ritmo de su respiración y miró a los muchachos tiesos de terror.

 

—Disculpen muchachos, pero el Achurero no vino hoy. No hay achuras.

 

El zumbido de los tubos fluorescentes acompañó el mutismo de los tres amigos que dudaban si lo que estaban presenciando era la realidad o una película de Buñuel.

 

—Pasa que hace tres semanas que no viene el Achurero. Y las achuras son fundamentales en Villa Romilda. Nuestra cultura, alimentación y economía giran en torno a las achuras muchachos. Acá no se come otra cosa que productos derivados de las achuras. Leche de chinchu, pizza de chinchu, milanesas de molleja. Es lo que nos hace a todos tan saludables y longevos. El Achurero es quien nos provee y está desparecido muchachos, no sabemos qué hacer. La gente ha perdido las esperanzas. Unión no se ha presentado a los partidos de la liga, las misas no se celebran, la gente no sale a tomar mate a la plaza. Vivimos por inercia. Hasta se piensa en suspender las clases. La celebración de la reina nacional de la Tripa Gorda se ha cancelado hasta nuevo aviso. Todo un año esas pobres chicas preparándose, poniéndose lindas, ¿para qué? Hasta teníamos apalabrado a don Alberto J, el de la tele, para que conduzca la fiesta. Acá cuidamos nuestra cultura muchachos, no llegan los superhéroes de afuera. No sabemos de Supermans o Batmans. El único superhéroe es el Achurero —dijo señalando las tiras cómicas— Acá a los chicos les preguntás qué quieren ser cuando sean grandes y no te dicen ni astronauta ni bombero, te dicen: “quiero ser achurero”. Perdonen muchachos este desastre, pero es que estamos desesperados.

—Y dígame, ¿sabe dónde vive el Achurero o su identidad y locación es secreta? —preguntó Migue sin sarcasmo y con interés. El carnicero les informó la dirección del Achurero, distante a solo medio kilómetro del campo dónde ellos estaban parando.

—¿Y vive con alguien?  —animó la pregunta Sergio.

—Creo que por ahí viene la cosa muchachos. Hace dos años que el Achurero perdió a su mujer. Problemas de colesterol dijeron los médicos. ¿Ustedes pueden creer? Eso lo hizo pedazos. Temo lo peor. Todos lo tememos, pero es algo que nadie quiere decir a viva voz.

—¿Y no informaron a la policía?… Capaz que le pasó algo y ustedes están acá esperando…

—Sí, pasa que… —el carnicero ensayó una respuesta tratando de encontrar las mejores palabras— Pasa que, como les dije, este es un pueblo chico, y a veces, tenemos que multiplicarnos en nuestros roles. Cuando no estoy en la carnicería o preparando tragos en el bar…soy el comisario de Villa Romilda.

—¿Y… fue a lo del Achurero o no?  —inquirió Sergio en vías de montar en cólera.

—Sí, fui, pero nadie respondió a mis llamados. Y no quise entrar, la casa del Achurero es sagrada.

 

Envueltos en el sinsentido de la situación, decidieron pagar y llevarse las bolsas con lo que habían comprado, sin achuras. Un viento abrasador los golpeó al salir a la calle. Sólo un perro los observó al pasar. Diego reordenó mentalmente su planificación del asado y calculó el impacto que tendría la falta de achuras. Siempre surgen imprevistos que te enmierdan los proyectos y se preguntó si Lennon no tendría razón con eso de que la vida es eso que sucede mientras te pasás la vida haciendo planes. Sergio pensaba que la idea de un superhéroe rural como el Achurero no estaba tan mal y que por allí podría encontrar la veta para crear sus propios cómics, un sueño siempre aletargado. Migue, mientras tanto, decidió manejar él. No solía conducir. Tomó el volante con firmeza por primera vez y emprendió el camino de regreso. Sergio y Diego seguían ensimismados, mirando hacia el horizonte, saboreando las mieles de un presente brumoso. No repararon en que el auto había dejado atrás la entrada al campo.

Juan Pablo Di Pietro

Rosarino del 5 de agosto de 1980. Ingeniero en Sistemas, por lo que su profesión es escribir, pero código. Pochoclero sin culpa en cine y literatura. Tratando de escribir “cosas serias” manteniendo a raya su pulsión por la ciencia ficción y otras distopías. Letrista frustrado de bandas de rock que fueron ficción de sala de ensayo.