Julia Comba
Marcelo
Hoy no es domingo. No me levanté a las doce, no hubo asado familiar, tampoco el vacío de la tardenoche -amigo ya conocido-, sopa, serie y extrañarlo. Hoy no es lunes de poner en marcha la vida, prender el celular y cien mensajes, hacer las tareas y dejar que los melones etcétera. Hoy es un día náusea. Falta y exceso, un cuerpo que no pesa, un corazón que hiberna, un casillero que podría eliminarse del calendario sin que nadie reclamara por él.
Apenas sé tu nombre, nunca sabré tu apellido. Me hablás pero no puedo escucharte. Estoy ocupada internándome en tus ojos de desconocido, buceando con la ansiedad de encontrar una respuesta, una perla que me indique si quiero irme o quedarme, si tengo ganas de darte un beso o prefiero volver a casa a lavar los platos de anoche. Tarde baba, conversaciones que no saben a nada y un deseo semejante al arroz cuando se pasa. Faltan algunas horas para entender que el encuentro entre dos personas también puede ser un feriado gris de mitad de semana.
Mauro
Marcos
La boca rebalsada de saliva, los latidos en las sienes después de la persecución, la adrenalina en la cabeza, la piel en estado de urgencia. Te alcancé, te apreté, te llevé a mi cueva, te arrastré a suelo conocido, te recorrí, me aferré al olor a tabaco en tu pelo y gocé mi victoria. Soy una cazadora que mira desinteresada a su presa tendida. Sos un cuerpo desnudo sobre mi colchón. Me pregunto cuánta frivolidad cabe en esta noche de viernes y me sorprendo observándome: no soy un animal carroñero, necesito dormir sola.
Distancias
Vos sueño en madrugada de feriado
yo ojos de bolitas de vidrio
vos aire de ronquido en mi cuello
yo sudor bajo el peso de tu abrazo
vos laguna mansa en mis sábanas nuevas
yo fantasía de que te enredes en mi pelo
vos despertador de las cuatro de la mañana
yo almacén inútil de tu olor escurriéndose
vos tan partir antes de llegar
yo gato en los tejados demorando la luna.
Ministerios
Dame un slogan tranquilizador que pueda repetir como un mantra hasta entrar en trance. Enseñame ideas de 140 caracteres y conceptos que corran detrás de un numeral. Caballitos de batalla suaves y torneados como la comodidad, eso dame, y regalame la certeza de saber que estamos del lado correcto. Dame tres o cuatro frases que me eviten el esfuerzo de pensar la humanidad de los malos y las mezquindades de los buenos. No, no importa cuánto se tense la soga, todavía no se corta. Mostrame todos esos interrogantes que ya tienen respuesta para que pueda creerme que cuestionamos las cosas y que tantos años de estudio sirvieron para engordar a ese señor pelado y golpeado del que todos hablan: el viejo pensamiento crítico.
Para que no busque luces entre los arbustos de la noche cerrada, para que deje pasar las miles de preguntas incómodas que entran en un amanecer, para que olvide que estamos condenados a ser libres y me libre de la sentencia de que elegimos cada paso, para eso, dame mundos perfectos, de portaretratos, sin hilachas, tan redondos como las mentiras.
Caballo
Los dos lo vimos, casi al mismo tiempo. Íbamos por la Avenida de la Travesía en el auto que habíamos comprado hacía menos de seis meses y, aunque manejabas a bastante velocidad, pudimos ver la postal de la devastación. Cada uno sacó sus propias conclusiones.
El reguero de casas de chapa, material y pallets se había convertido en un paisaje cotidiano desde que nos habíamos mudado a la casa con patio y cochera. El asentamiento y su monocromía se habían vuelto entonces parte del recorrido y nosotros nos habíamos transformado en vecinos de quienes habitan los márgenes del sistema.
Sobre el pasto que separa la calle de las casillas, esa tarde, un caballo negro se había desplomado. El animal estaba tendido de costado y el sol de la tardecita de noviembre clavaba sus rayos oblicuos en su pelo oscuro haciendo saltar los últimos brillos.
Un hombre de panza redonda al aire, en bermudas y ojotas, hacía el ejercicio de levantar la mano del animal hacia arriba para, una vez alta en el cielo, desprenderse de ella y dejarla caer como bolsa de arena. Yo podía ver en su rostro rígido, en su cuerpo transpirado de tierra, la necesidad de obtener la constatación del saber popular, la prueba irrefutable de que esa extremidad animal caería desde lo alto como sólo las cosas muertas caen.
Vos tenías ambas manos sobre el volante, las cejas fruncidas y la boca contraída en esa mezcla de asco y tristeza. Miraste por el espejo retrovisor y rompiste el silencio que arrastrábamos desde cuadras atrás. “Pobrecito”, dijiste. Yo no sabía de quién hablabas.
Hacía una hora que sentados en la mesa de casa me habías dicho que querías estar sólo. Llevábamos ocho años y medio de una relación hermosa que, en los últimos meses, se había transformado en un ser extraño y ajeno, una cosa que veíamos escurrirse de las manos sin que pudiéramos contenerla en un baldecito para reconstruir castillos de arena. Lo dijiste así, con simpleza y enojo, en ese breve tiempo pastoso que transcurrió entre que llegaste del trabajo en bicicleta y los monstruos de la inmobiliaria tocaron el timbre para ver la mancha de humedad antes de renovarnos el contrato de alquiler.
¿Tenía que ser ahora? ¿Íbamos a ser una cosa más de las que caen arrasadas por estos tiempos de mierda que nos tocan vivir? ¿Dónde estaban el amor y las certezas cuando a tu alrededor todo se derrumba? ¿De qué resistencia nos llenábamos la boca?
Miré al hombre y al caballo por la ventana del auto y una lágrima empezó a temblar en mi ojo, sin poder desprenderse. ¿Qué estaría pensando ese tipo que vive en una casilla al constatar que estaba perdiendo su medio de trabajo y también a su compañero? ¿Cuántos kilómetros habrían recorrido juntos buscando cartones y maderas, cuántas lluvias les habrían calado los huesos, cuántos sudores habrían compartido en los eneros suicidas de Rosario? Las cosas sucedían así, sin más. Y el tipo debía resolver ahora qué hacer con semejante cuerpo y con su vida. “Pobrecito”, habías podido decir vos. Y yo, mientras veía esfumarse la escena en el espejo retrovisor del acompañante, no pude decirlo porque todo era demasiado: ¿qué se hace con un caballo muerto?
Carnaval
¿Cómo puede ser que nadie tenga un chicle
en medio de esta fiesta?
La música nos levanta
los brazos,
la piel transpira
risas,
la garganta se secó, long time ago
pero las mandíbulas,
las mandíbulas exigen
por favor, morder alguna cosa.
La fiesta había comenzado hacía horas,
pero nosotros apenas nos habíamos dado cuenta.
El asado se había comido a oscuras, apurados,
en una ronda tímida alrededor del fuego,
con la certeza de que no había espacio
para platos, cubiertos y mesa.
Un paréntesis breve
antes de que la banda comenzara a tocar.
Después, lagunas:
¿ya tocaron?
¿van a tocar más tarde?
¿dónde estábamos cuándo pasó?
Bailás, como desorientado,
en medio de una noche húmeda y desnuda
yo, también,
bailo
y estoy convencida
de que todos a mi alrededor
buscan lo mismo que yo.
No nos conocemos, pero somos comunidad,
sé que saben lo que estoy pensando,
y entonces los amo mientras bailan,
su felicidad verborrágica, explosiva, derramada,
es también la mía.
Las luces de colores se reflejan en el sudor
de esas pieles
bronceadas de febrero en carnaval,
destellan en sonrisas que ocupan el espacio entero,
y todo luce brillante
con la hermosura
de quienes aprendieron a reconocer
qué cosa es el presente,
animal frágil e inmenso,
tan seductor como la más peligrosa de las drogas.
Nos besamos y estallan
los colores entre los labios,
y las lenguas pintan nuestros cuerpos que vuelven a conocerse
en el vértigo de una carpa donde, por momentos,
aparecen más brazos,
más labios,
más colores.
Afuera, el río nos protege.
Entramos y salimos,
una y mil veces,
aunque no siempre hay afuera y adentro
porque todo se marea en un círculo de locura
donde el tiempo perdió linealidad.
¿Dónde estamos ahora? ¿Cuánto dura la noche?
Cierro los ojos, no puedo dormir.
Tu cara demasiado cerca
de la mía y mi respiración
rebotando en tus ojos,
hasta el punto en que
tu rostro se derrite.
No sé quién sos.
¿Sos vos? ¿Sos el otro?
Nos reímos a carcajadas,
sabiéndonos impunes,
desnudos de todo.
Nos besamos con sonrisas excitadas,
como dos enamorados,
porque ¿quién no se enamora en una noche como ésta?
Después, cuando aparezca, por fin, el sol,
todo empezará a escurrirse
como la lluvia de este amanecer frío,
como el papel picado después de un cumpleaños,
como el maquillaje en los rostros cansados
de la retirada de este carnaval.
Entonces, trataremos de juntar rápido los vasos sucios del día siguiente
para convencernos de que es otra, y no ésta, la vida.
Pero la memoria de los cuerpos –como siempre, los cuerpos-
insistirá en recordarnos lo real de la irrealidad
de una fiesta que se estiró infinitamente
y que, pegada a nuestras suelas con iguales dosis de felicidad y nostalgia,
no terminará de dejarnos ir.
Bruma
Puedo ver en tu pupila el destello del farol de la calle. Luminaria pública de leds, reza la propaganda, para una ciudad sustentable. Hace diez días que vivimos en la bruma y los atardeceres son laberintos difíciles en los que me cuesta encontrar la salida.
Mirás por la ventana, con la mitad de tu cabeza hundida en la almohada, mientras me acerco con un vaso de agua para calmar calor y ansiedades.
Te extiendo mi mano.
¿Qué hora es? Preguntás.
Supongo que las seis, te digo. Ya se prendieron los faroles.
Rodeo la cama y me acuesto detrás tuyo porque no hay nada que disfrute más que verte de espaldas.
Tus bordes son olas del mar. Tu hombro se eleva, por sobre todas las cosas, queriendo alcanzar el cielo con violencia y después baja en la pendiente veloz de tu cintura, para remontar, con los restos de energía, la espuma de tus caderas. Brilla la piel mojada y más aún brilla ahí, en la redondez de un culo que solés esconder bajo polleras. Después, la ola se extiende calma, horizontal y, acariciando la arena, se hace delgada, casi transparente como la punta de tus pies
Pasó más de un año de la noche en que se te cayó la copa de vino al lado mío, en el medio de aquella fiesta bizarra donde nuestras bocas se conocieron por primera vez.
Ahora dibujo tu cuerpo, recorro las marcas de tu bikini que no terminan de borrarse a pesar del tiempo. Escalo, una a una tus vértebras y me interno en los caminos de tus pelos, tragando con esfuerzo la poca saliva que quedó en una boca áspera de porro, gemidos y lamentos.
Vos seguís ahí, escultura de madera torneada, apenas cubierta de polvo de luz de benditas luminarias leds ciudad sustentable húmeda de atardeceres como laberintos bruma suspendida que no nos deja ver.
¿Quéres un pucho? Te digo.
No, ya me tengo que ir. Tengo que ir a la verdulería, no hay nada en la heladera.
Sé que es martes y que los martes en tu casa comen tarta de verduras aunque a tu hija no le guste. Sé que mañana es el día que te toca a vos llevar la chocolatada al jardín. Sé que Marcelo vuelve tarde hoy y te da el tiempo justo para bañarte y borrar las huellas de la arena.
Sé todo de tu vida cotidiana, pero nada de lo importante. No puedo preguntártelo, me mentirías como te mentís frente al espejo.
Te sentás en la cama para vestirte y todo se precipita: vapor bruma amor ansiedad preguntas luminarias led suspensión laberintos posesión odios paredes declaraciones muertas antes de nacer.
Y entonces entiendo que no te amo, en verdad
no te amo
no te amo
no te amo
no te
amo
tanto.
Nos hablamos, ¿dale? Me decís.
Sé que no vamos a volver a vernos.
Cerrás la puerta de casa con cuidado y tu cara se va ocultando detrás del telón.
Dale, sí -te digo- Nos hablamos.
Julia Comba
Nació en 1987 en un pueblo de nombre particular: Elortondo. Se mudó a Rosario para estudiar Comunicación Social en la UNR, donde produjo una tesis sobre crónica latinoamericana. Abrazó como propia esta ciudad el día que conoció el Paraná desde adentro y entendió que, siempre, tendría más preguntas que respuestas. Geminiana sin paz, quiere vivir todas las vidas en una (aunque las facturas se apilen).