Lucía Andreozzi

Final del Juego

Rubén se acercó al fuego y extendió las manos buscando la distancia exacta que le dejara sentir el mayor calor sin quemarse. Se quedó contemplando los chisporroteos que lanzaba el carbón al encenderse por dentro y quebrarse. Luego de la verborragia interminable de Juan, Rubén necesitaba descansar y el fijar la mirada en el fuego lo hacía. Juan se acercó con una copa en la mano, mareaba el vino, lo miraba a trasluz y lo bebía de a sorbos.

El contraste entre la entrega del regalo y el silencio se hacía gigante con el paso de los segundos. Ambos sabían en qué estaban pensando. Los recuerdos se cuelan sin más cuando mengua esa lluvia de palabras que pretende detener la memoria. Ya nada podía disimular aquella despedida antes de que Juan subiera en el avión para no volver por treinta años. Ni el exceso de palabras ni el frío de la noche ni el vino y menos aún el juego.

—Me acuerdo cuando empezaste con esas cartas y yo no entendía nada.

—Las Magic, si pero eso es otra cosa.

—Lo sé, se que son otra cosa, pero ese no es el punto, el punto es, que yo no entendía a que jugabas y me enojaba mucho,  ¿te acordás?

—Sí. Dijo Juan sonriendo.  –Yo me enojé cuando te metiste a jugar al fútbol con esos pelotudos.

—Bueno che pero dejé enseguida, a veces uno pretende ser el que los otros quieren que uno sea.

Rubén giró y por primera vez durante la velada le sostuvo la mirada, Juan amagó a bajar sus pupilas hacia el vino nuevamente, pero en ese momento se dio cuenta de que el exilio no había servido de nada.

—Creo que es hora de que dejemos de jugar Juan. ¿No? Susurró Rubén y esperó.

En la mesa seguía con su blancura inerte la caja abierta enseñando aquel juego que Rubén aún no terminaba de entender.

Tinnitus

Ese año había sido uno de los más difíciles de mi vida. Todo se había ido cayendo, pero de a poco. Como cuando uno tropieza e intenta no caer, y se sostiene con un trotecito patético al que todos miran y uno los ve por el rabillo del ojo en la interminable caída. Y caigo. Desde el suelo veo las caras que se me acercan que me miran, cabezas que forman un círculo y siento el sabor a hierro de la sangre. Me rompí la boca. Y con ella me rompí el corazón.

No me latía más. Al principio pensé que sería pasajero que un par de golpes al estilo por mi culpa por mi culpa por mi gran culpa lo haría revivir. En el tropiezo me gradué y las felicitaciones recibidas era como si las leyera de los labios sin poder oírlas, entrecerrando mis ojos, haciendo un esfuerzo inútil, con esos gestos que se hacen con el cuerpo para tratar de entender.  Mientras exponía la tesis él me miraba como si yo fuera una persona que sabía todo lo que estaba diciendo, la escena estaba lograda. Pero en esa caída, ya casi en el momento del impacto de mi cuerpo contra el suelo no pude sentir más, no pude sentir esa piel que me había costado tanto cruzarme, una piel a la que tiempo antes hubiera acariciado hasta que se me desdibujaran las huellas dactilares. No sentía nada. Yo era un zombie.

Entonces aquel noviembre me dijeron los doctores el diagnóstico, eso dejémoslo de lado, había que operar. ¿El síntoma? Un zumbido in-eternum en el oído izquierdo. Interconsultas, tres. Acostúmbrese. Acostúmbrese. Acostúmbrese. Me fui caminando por Oroño pensando que iba a enloquecer, el peor año, el peor diciembre. Me dije a mi misma vos qué pensaste, que las heridas mal cicatrizadas se abren cuando a vos se te cantas? Me contesté; al menos podrían chorrear la sangre de forma insonora. Me reí sola. Una vieja me miró y yo le saqué la lengua: la inimputabilidad de los días existencialistas.

Al principio decidí escuchar música constantemente, ahora bien, la noche y el trabajo eran otra cosa. Una cara de dolor constante, la gente que imaginaba que me estaba pasando, y en ese contexto aprendo como le gusta al ser humano decirte que te pasa, los tranquiliza definir tu malestar. Y yo que quiero arrancarme la cabeza. Tinnitus. Si tengo un perro se va a llamar así. Pensaba que el único camino era la depresión, las heridas reabiertas manaban un suero salado que hacía ese espantoso ruido agudo en mi cabeza. Aquel ruido era el viento de mi alma rota.

Compré esas fuentecitas pedorras en calle San Luis, una para cada ambiente de mi departamento, meter una en el laburo no daba. Ahora el silbido y el agua mantenían una conversación en mi cabeza.

Con la operación solo había un 20% de probabilidades de que el sonido acabara. Y yo sé bien lo que es un 20%,  ese saber es parte de mi deformación profesional.

Entonces, ese año en que llevaba llorando lo que nunca en mi vida había llorado, lo hacía por esos días en los que se fueron los tres y con ellos mi infancia. De pronto, uno a uno, tres de los seis seres que conformaban mi mundo. Un holocausto personal. Y después de tanto tiempo aparece esta alarma de la mortalidad, que me avisa que por dentro somos frágiles, tan frágiles como lo eran ellos tres, aunque lo traté de ignorar. Yo que hasta los diez sentía que lo más horrible que podía padecer mi cuerpo era tragar el shampoo y sentir la gota cayendo como una línea irritando el paladar. Y después de tantos años aparece en mi cartografía nada más y nada menos la muerte, cuanto es posible llorar a los catorce, ¿uno, dos muertos? Tres es demasiado. Entonces la pequeña yo decide guardar todo, sin saber que las heridas se reabren sólo cuando algo que se parece a aquel dolor primigenio las toca, cuando algo las vuelve a rozar, y la piel apenas conectada por hilos de células estalla cómo si jamás hubiera cicatrizado ni un milímetro del tegumento desgarrado.

Pero ahora soy una mujer y mi corazón se endurece, lo único que puedo sentir es el silbido de mi cabeza, entonces como ya no se qué hacer con esa presencia constante decido amarla, decido otorgarle el honor de recordarme que soy finita como ellos, decido escuchar que me dice que tengo que aprovechar los días, los minutos los segundos, decido hacerle un lugar preferencial en mi ser, decido hacer una enciclopedia de sonidos similares, decido dormir sin música para apreciar su mensaje, decido aprender a convivir con él como con mi dolor de tres dosis, decido que aceptar a la muerte en mi mapa será lo que me acompañe, lo que convertiré de algún modo en combustible, en tinta, en color. Hay días en que asocio el sonido a una imagen, se ve como un anis estrellado, como un grillo de cabeza manchada, otras veces imagino que es el sonido que  hacían los brazos de mi padre cuando simulaba ser un avión y hacía que planeaba en plena calle para hacerme poner nerviosa y luego hacerme reír. Entonces la enciclopedia fue de imágenes y de sonidos parecidos, luego de sabores y aromas. El zumbido lo tenía todo.

Entro a una sala increíblemente blanca, se asoma la cara del anestesista sobre mi cuerpo y mi ridícula bata, y, antes de cerrar los ojos, le pido al dios de las probabilidades que decida si soy del 20 o del 80 por ciento, las probabilidades de muerte, por suerte, no las conozco.

El Narciso rojo

No podía más con su angustia. Él había sido creado para ser un amor imposible pero no para ser rechazado. El espejo del río le devolvió su pesar y Narciso lo lloró derramando sus lágrimas sobre su reflejo. Cuando estas sumaron toda el agua que contiene un cuerpo, otro Narciso tan igual a él como sólo las aguas podían crear, emergió caminando lento hasta llegar frente a él. Únicamente era posible distinguir a este nuevo e idéntico Narciso por su pelo cobrizo. Por ésta razón, los demás habitantes del bosque comenzaron a llamarlo el Narciso rojo. Narciso se besaba a sí mismo en él, besaba sus ojos, sus pies, recorría con las yemas de sus dedos apenas rozando las líneas del cuerpo como dibujándolo, una a una delineaba sus costillas, recorría la clavícula, los contornos, como si recién hubiera podido delimitar su cuerpo por primera vez. De vez en cuando ambos se enredaban por completo y entrelazaban sus piernas hasta que se confundían, otras veces, trataban de mirarse sin tocarse, sin lograrlo terminaban amándose aún con más locura. Uno acariciaba la piel suave, otro apenas tocaba el final de las pestañas casi propias si no hubiese sido por el atisbo de fuego que irradiaban cuando les daba el sol. Ellas le recordaban que ese no era él. Jamás tocó el cabello del otro Narciso ni este el suyo. Así se amaron por horas, por días y años viviendo del agua de la que Narciso rojo había nacido y de los frutos del bosque, ignorando a todos los que se detenían a verlos, replicados como dos leones que flanquean un portal.

Las horas pasaban infinitas y el tiempo parecía fundirlos hasta que ambos notaron que sus cabellos eran un extraño equilibrio de cobres y rubios mezclados. A partir de ese momento ya no hubo Narciso rojo y Narciso. Sólo Narcisos. Una desconfianza empezó a nacer entre ellos ya que ambos decían ser el Narciso original. Primero fueron miradas recelosas luego rasguños hasta que un día los dos Narcisos bicolores enredaron sus cuerpos perfectos en una violenta pelea, luchando rodaron al agua de la que uno de ellos había brotado, allí en la profundidad apenas alcanzada por un rayo de sol volvieron a ser el Narciso rojo y el original. El Narciso rojo  con sus brillos de cobre y el Narciso rubio. Pero estaba demasiado profundo para amarse, entonces, delineando los cuerpos y besándose los ojos dejaron de respirar tan sólo con un segundo de diferencia.

Nadie supo en el bosque cuál de ellos murió primero.

Lucía Andreozzi

Nació el 24 de diciembre en Venado Tuerto, por ello advierte que serán dos regalos o su ira.
Criada entre números, pinturas y cuentos, ahora hace equilibrio entre todo eso.
Vive en Rosario y piensa demasiado. Veremos que hace con esa mezcla.