Luciana Fernández

Ventanas

Lo sabe. Hoy debería acostarse temprano. Sin embargo, antes de pasar del baño a la cama, se detiene en la mitad del living. La luz de una ventana que aparecía frente a la suya, como un punto de fuga en la oscuridad cerrada del barrio, hace varios días no se enciende. 

La obsesiona la luminosidad ausente, y vive esa circunstancia como una señal: puede escribir todo lo que observó durante meses desde que la luz se prendió una primera vez durante el verano.

Tiene una historia. Y tiene un final: la oscuridad de las últimas noches, siete noches, quizás ocho, no las pudo contar. 

Se acerca al vidrio, lo desliza hacia la derecha y asoma su cabeza a la intemperie. Afuera el viento corre con urgencia y choca contra su cara como un puñetazo direccionado. Siente frío en los pómulos. Una noche fría puede ser un abismo verosímil. Repite el pensamiento varias veces y su cuerpo soporta tal inmensidad. Vuelve la cara hacia adentro y cierra. 

No lo duda: traslada la mesa y la coloca justo delante de su ventanal, las cortinas separadas, la persiana bien arriba, golpeándose contra el techo. Pone la computadora arriba del mueble recién corrido, acerca una silla, se acomoda en ella y empieza a escribir un libro. 

Tiene que escribir un libro que hable de la muerte, de muchas muertes, de las mismas muertes.  

Ubicada en el lugar elegido, comienza a expandir su cuerpo sobre las palabras. Explica cómo se muere el viento después de la lluvia en el verano; cómo se muere el amor; cómo se mueren las palabras que solía conocer; cómo se muere un río y muestra todo lo que la historia escondió en él; explica cómo muere toda una generación entera, en minutos.  

Todo se muere escribe y puede ver una sucesión de fuegos verticales trepando sobre ese instante breve y caótico de su noche. 

Traza líneas paralelas de oraciones largas que, rectas y crueles, separan lo posible del deseo. Piensa en las acciones de los personajes que se disparan, corren y, como el viento en la ventana hace algunas horas, le chocan la cara y se acomodan en sus fisuras. Teje conflictos con puntos invisibles, los deja comprimidos en un solo párrafo, uno al lado de otro, y grita con ellos, grita todo lo que siempre prefería no escuchar, todo lo que noche a noche veía. Llama por su nombre a las cosas que ya no tienen nombre.

Transcurre un tiempo largo en esa ejecución, imagina la hora de la noche como la hora de marea plena, sabe que ha dicho todo lo que tenía para decir. Se detiene. Saborea la acidez de su saliva y la siente pesada y dulce, como la sangre. Tiene sed. Decide buscar un poco de agua. Escribir la hace transpirar: sobre su ropa se dibujan pequeños círculos deformes. 

Mientras abre la canilla y carga una botella, suelta suspiros calientes que empañan el vidrio del envase. Quiere volver a la silla, seguir enredando los hilos que extienden el relato, pero siente que su corazón late más fuerte y escucha esos sonidos en loop, como si su corazón fuera un micrófono encendido golpeándose contra su pecho. Los golpes vibran en toda la prolongación de su piel.

Cae al piso sucio de su casa. En la caída cree ver luz en la ventana de enfrente. Intenta levantarse, pero le pesan las piernas, los brazos, el torso, la cabeza. Ahora, soporta la gravedad de dos cuerpos. Intenta levantarse. No puede. Descansa un rato, los cerámicos también están fríos. De a poco, abre la mano derecha, junta los dedos, el pulgar le queda suelto, hacia arriba. Apoya la palma en el suelo, le cuesta, pero logra incorporarse. Con pasos cortos y torpes, inicia la caminata hacia su ventana.

La luz está encendida en el ventanal opuesto, alguien lo abre, pone la cara contra el viento. Otra mirada la busca, pero sólo encuentra la noche. 

Sobre el cáliz de sangre

stá enojada. Sufre ese castigo mensual de compra de toallitas femeninas: no quiere ser mujer, sin embargo, el útero se le desgarra todos los meses.

No le gustan las farmacias, esa serpiente enroscada sobre el cáliz de sangre. Sangre. Sangre de su cuerpo saliendo de su cuerpo todos los meses.

Sin embargo, cada mes, compra sus toallitas en la farmacia que está a la vuelta del Colegio, temprano, apenas abren, cuando la ciudad está escondida en ese smoke industrial de soja e hidrocarburos.

Le venden “siemprelibre con alas”. Ella reza. Reza todos los días. Cree que ese sarcasmo lo llevará al infierno.

Piñata

Una madre con un alfiler en la mano, subiéndose a una silla, anuncia con voz de alerta meteorológico trueno artificial y lluvia torrencial de golosinas. En la garganta de los pibes vibra la ansiedad de la espera, los padres se aturden.Llega el primer estruendo, comienzan a soplar fuertes vientos de glucosa. Inmediatamente, la lluvia: pedacitos industriales de niñez caen intensamente en el piso.Un terremoto de gritos y empujones arrasa el lugar. La energía que se libera en el epicentro del sismo no se puede medir en escala Richter.Un nene puede puede fundar una una empresa y competir en el mercado con Willy Wonka.Una nena con gestos soberbios muestra un Jack que guarda a Bart Simpson en la panza. Otro nene tiene miedo y se tapa los oídos en un rincón, esperando el abrazo de su mamá.Una nena y un nene se pelean por patos y conejos dulces de muchos colores que quieren morder como los atletas olímpicos muerden sus medallas de oro.Todo eso está acá, te mando por whatsapp una captura de pantalla de mi corazón. El epígrafe dice: “te veo en una hora”.

Rappel

Aproximadamente tres veces a la semana, cuando la ciudad baja las tensiones de la rutina diaria, más cerca o más lejos de la medianoche, todas tus sonrisas hacen rappel en mi sistema respiratorio.

La sonrisa elegante posterior a cada una de tus ironías asegura la soga en el vestíbulo nasal y comienza el descenso con saltos cortos. Me levanto, elevación de la frecuencia cardíaca, palpitaciones, vuelvo a la cama.

La sonrisa involuntaria y mezquina que siempre querés esconder cuando alguna de mis reflexiones cursis te enternecen desciende rápidamente hasta el esófago. Me levanto, temblores, sensación de ahogo, vuelvo a la cama.

La sonrisa soberbia que mostrás cada vez que festejo tu autonomía se detiene unos minutos para acomodarse el arnés cuando llega a la tráquea. Me levanto, falta de aliento, opresión,  malestar torácico,  vuelvo a la cama.

La sonrisa rígida y preocupada que aprieta los dientes en el labio inferior de la boca cuando quedan dos minutos del partido que tu equipo le gana por diferencia mínima a un club poderoso,  después de perder el equilibrio, choca intensamente contra los bronquios. Me levanto, náuseas, molestias abdominales, mareo, vuelvo a la cama.

La sonrisa gigante y auténtica que aparece sin disfraces cada vez que digo  “viva Perón” llega épicamente al pulmón izquierdo. Me levanto, despersonalización, miedo a perder el control, miedo a la locura, vuelvo a la cama.  

La sonrisa sutil y perversa que emerge cuando estás triste y no se te ocurren más que soluciones en clave humor negro llega en tiempo record al pulmón derecho. Me levanto, sofocación, escalofríos, miedo a morir. Celular. Contactos. Psico. Llamar. Llamando. Finalizar llamada.

Tus sonrisas, el tipo no entiende, son inmunes al Clonazepam.

Esferas del dragón

Después de coordinar por MSN la primera cita, la pasó a buscar en la nube voladora. Juntos, con sus corazones puros bombeando sangre a lo pavote,  salieron a buscar las esferas del dragón.

La primera la encontraron en uno de los márgenes de una fotocopia de Los cursos de Lingüística general que ella le había prestado, justo arriba de los versos de Miguel Hernández que habían sido copiados en una cursiva desprolija.

La segunda la encontraron en un piso sucio, salpicado de cerveza, mientras cantaban, en medio  de un pogo caluroso un estribillo conceptualmente perfecto de Charly García.

La tercera la encontraron entre sedimentos minerales, en el lecho seco de un río que atraviesa Tilcara. Mientras esperaban, tapados con una bolsa de dormir prestada, que los compañeros de viaje terminaran la intimidad que habían iniciado en la habitación compartida del hostel más barato del pueblo.

La cuarta la encontraron en la pista de un baile de pueblo santafesino, mientras sonaba una canción de Cali y ella le enseñaba los pasos básicos de cumbia cruzada.

La quinta la encontraron debajo del asiento de un colectivo, mientras se abrazaban después de saber que un juez había dictaminado cadena perpetua y sus amigos y sus familiares se abrazaban afuera de Tribunales.

La sexta la encontraron en un paquete de yerba que ella abrió mientras preparaba un mate y él, sin apartar los ojos del camino, le pedía que ponga la canción n° 8 de la lista que había armado para el viaje.

La séptima esfera la encontraron en el baño de la casa que hacía tantos años compartían: ella desnuda, sentada en la bañera, se miraba los dedos de los pies que el correr del agua había arrugado. Él sentado sobre la tapa del inodoro inventaba nomenclaturas para el fin del amor. Desde la jabonera cayó sutilmente la última esfera sobre la pierna derecha de ella y rodó hasta detenerse en la rejilla. Enseguida, ella hace el gesto de secarse las lágrimas, tomó el objeto amarillo y lo colocó entre sus manos mientras soltaba una cadena de sibilantes para pedirle silencio. Él la miró y descubrió sorprendido el objeto circular que ella le mostraba.

No recordaba las esferas del dragón. Tampoco la cumbia, tampoco el abrazo, tampoco el río, tampoco la poesía, tampoco el dolor, tampoco las risas. Nada. Ella dijo que ya tenían las siete y que entonces podían pedir un deseo.

Él se levantó y le pidió a Shen Long, el dragón de las esferas, una nube voladora para pasarla a buscar por primera vez.

Transformación

Mi corazón
deja de ser una pelota pinchanda
en el fondo de un patio
se transforma:
es la pelota que toca un pibito
al costado de una cancha
y escucha al técnico que lo llama
para mandarlo adentro por primera vez.

Mi corazón
deja de ser una remera sucia
abandonada
en el fondo de una canasto de ropa
Se transforma
Es una remera que se seca al sol
blanca, con un broche en cada manga
se mueve libre
sin resistirse a los empujones del viento.

Cuando no sé qué decirte,
me pasa todo eso
y me pasa lento
y se acomoda
y se queda
y no se va
y agarra cuatro clavos, un martillo
y asegura una chapa
intervenida con aerosol que dice:
corazón tomado

Y el corazón explota.
Y corre sangre.

FM

Hablás con voz lenta,
sos la locutora más escuchada de las FMs
sólo se te ocurren barroquismos,
eso siempre te queda tan bien.

Interrumpís la programación,
y en cadena nacional anunciás
Asignación Universal de siesta con vos.

De repente, pedís una pausa imprevista,
conmigo te morís de tiempo.
Los oyentes no entienden,
pero yo sé leer perfectamente
tus “vuelvo enseguida”.

No estoy tan mal, volvés:
pero soy la edición más barata de tu biblioteca
un libro con letras chicas, mal impresas
no hay índices
mi traductor no existe.
Supongo que es un tipo free-lance,
vende letras todos los días,
junta monedas,
quiere llevarte a una playa caribeña,
sueña con la perversidad del sol en tus hombros.

Después, leés mensajes de Twitter:
140 caracteres
sílabas débiles
mentiras dolorosas.

Yo apago la radio
y espero,
el tiempo es otra cosa.

Game over

La princesa Peach mira desde lejos la llegada del héroe, esta vez rojo, que desde muy temprano supera incansablemente obstáculos para conseguir salvarla. Lo ve cada vez más cerca: ha aumentado su robustez y puede tirar fuego con sus manos. Luego del rescate habrá un festejo y ella estará obligada a agradecer y celebrar su libertad. Porque su liberación es aventura de otros: el villano que la atrapa una y otra vez y los héroes que la rescatan en eternas sucesiones.
Mientras los desechos bélicos – indicadores del fin- salpican el trono en el que la princesa se encuentra sentada esperando una salvación que ya no quiere, elabora una lista de deseos: planear el cielo como los quelonios alados que custodian al villano; comer hongos y flores, ser atravesada por estrellas, como los héroes rojos que la rescatan; tallar hachas erizos para las batallas como las nubes azules que son las herreras del mal; nadar sin máscaras en mares de fuego, como los héroes verdes que celebran el rescate con ella; morir, caer al vacío de magma con la certeza de que el juego está hecho para morir, como el villano que la atrapa y la condena a la espera de héroes.

Brea

Cuando cerraste la puerta la noche todavía era una gota de brea líquida. La toqué con mis manos y empecé a moldear un muñeco que se parece mucho a vos porque le dibujé un pequeño lunar en la comisura de los párpados. Lo observé durante horas y descubrí que en cada momento la silueta se volvía igual a la tuya, entonces, tomé las sobras de la noche, construí un pozo profundo y te dejé ahí para siempre

 

Acto perceptivo

los ojos en tus perfumes claros
la nariz en tus abrazos picantes
las manos en tus sabores mojados
los oídos en tus tintas agudas
la boca en tus voces cítricas.
Descuarticé mi cuerpo
y lo mezclé con el tuyo.
Ahora somos partes de un todo insoportable.
Una figura retórica que nadie comprende.

Un vestido:

rosa
azul
negro.
No importa el color,
asfixia.

Luciana Fernández

Luciana Fernández nació en 1985, en Villa Ana, en el norte de la provincia de Santa Fe. Estudió Letras en la Facultad de Humanidades y Artes, en la UNR. Vive en Rosario y trabaja como docente en escuelas secundarias. Participó como productora en las cinco ediciones del proyecto de poesía performática “La Malcriada de tu lengua”.