Sabrina Marinozzi
Inyectadas
Esa noche de nubes bajas, salimos por la ciudad con Blancanegra y Amarilla a afirmar la existencia con una inyección intravenosa de peligro bien justificado. Cuando yo llegué a la oficina ellas ya tenían casi todo listo, sólo faltaba buscar por la casa de Amarilla su trombón galopante. Blancanegra se quedó perfeccionando algunos detalles del plan, afilando las agujas de sus manos como solo ella sabía hacerlo, y nosotras nos fuimos por el trombón.
Ni bien abrimos la puerta de la casa de Amarilla, su feto negro vino hacia nosotras, se deslizó por los pisos de madera dejando huellas de líquido amniótico por todo el suelo, se movía como el mercurio rebotando en las paredes impulsado por sus partes amorfas. Las tres compartimos una devoción por ellos, y casualmente hemos adoptado fetos negros en nuestra adolescencia. El mío me lo dio una socia que tuvo fetitos, fueron tantos en tan poco tiempo que debió ponerlos en adopción, y cuando fui a buscarlo, se deslizaban por toda la casa hecha un chiquero. Estaban desparramados como gelatinas, con sus miembrecitos elásticos cual tentáculos de un pulpo, intentando cazar tetas por toda la casa. Las tres tenemos una inclinación por lo que ha sido y no fue, que nos lleva a darle techo y agua a las cosas sin forma que se quedan a medio camino, a las posibilidades malogradas. Mientras tanto, afuera las nuevas nubes lumínicas son lanzadas a flotar desplazando afirmaciones, certezas e imperativos. Aquí dentro estamos llenas de interrogantes.
Prince Roger supo de nuestras intenciones apenas entramos al departamento, y comenzó a vociferarnos en su extraño lenguaje que no lo hiciéramos, que en estos tiempos era peligroso implementar las inyecciones, que ya era tarde. La peste que rondaba el aparato circulatorio de la ciudad con furia enardecida había tomado las grandes arterias. Amarilla agarró el trombón galopante con prisa, pienso que conociendo mis debilidades y las artimañas de su feto temió verme sucumbir ante el miedo y la duda, y estaba en lo cierto. Salimos de su casa a toda prisa, buscando algo que beber por la noche y retornar a la oficina.
-Amarilla, yo creo que me vuelvo a casa.
– ¿Sí?, Bueno – Me dijo tranquila, deslizando por la calle con su trombón galopante y la sensualidad de una mariposa.
Desde que nos conocimos Amarilla y yo compartimos nuestro gusto por montar los vientos en las calles nocturnas de la ciudad, hemos tenido las conversaciones más serias y más tontas arriba de ellos, pasando por todas las velocidades, y todos los estados que conocemos. El mío es una trompeta pequeña y finita, ágil como pocas. Así, entre los silencios alternados de cada una, soplamos nuestras canciones lugareñas por las calles, y de vez en cuando nos soplamos las caras una a la otra como intentando despertarnos, a veces desde atrás, para darnos impulso hacia adelante y a veces para atrás haciéndonos trabajar un poco.
Cuando yo dudo, ella no duda. Me sopló viento en contra, resistí y me quedé.
Al volver a la oficina Blancanegra sacaba humo de sus pulidas manos de aguja. Rodeada de sus mejores herramientas de manicura finalizaba los últimos toques a sus uñas recién laqueadas color plata. A sus agujas les había dado la medida justa, exacta para la insolución que esa noche suministraríamos en el cuerpo de la ciudad, directo en la sangre pondríamos a andar con el ADN las preguntas sobre el paradero de las células ausentes. Todas ellas se habían hecho aire después de algún encuentro con los guardianes del sueño y sus cócteles de somníferos. Aún no estábamos seguras de cómo podría repercutir en el cerebro, responsable de estos asuntos, últimamente entre el hemisferio izquierdo y el derecho se echaban culpas sin hacerse responsable de las estrategias de los guardianes, mientras que de las células nada sabíamos. No imaginamos qué sensaciones despertaría, solo sabíamos que las preguntas ya no cabían puertas adentro.
Nuestra afición por las insoluciones nos había llevado a asociarnos, la búsqueda incansable de estímulos que nos mantuviesen despiertas. Bañarse con agua fría en invierno y comer picante tomando whisky, las borracheras seguidas de molestas resacas, las calurosas fiestas y su gentío, la soledad de las calles y su evidente eco o simplemente el silencio, los peligrosos encuentros del cara a cara, todos incordios evitables sin un fin aparente, y sin embargo tan necesarios. Nuestras pasiones iban por un mismo camino, todas buscaban reanimar la experiencia y despertarnos del ensueño.
Una madrugada decidimos combinarlas y desciframos lo que todos buscan en las infinitas incomodidades que ofrece la noche en la urbe: saberse viv@s. Creamos nuestro primer insoluto.
Con el tiempo las insoluciones debieron ser cada vez más contundentes, la maquinaria nocturna generaba anticuerpos y las borracheras se nos aparecían como trampas fantasiosas, engaños de adrenalina y libertad envasada, placebos en píldoras: debíamos correr riesgos aún mayores, más sofisticados. A veces los encuentros demandaban arduos trabajos de producción, y otras todo lo contrario: total insistencia en el descontrol. Estuvimos muy cerca de abandonarlo, la consigna de la existencia nos parecía cada vez menos consistente, no bastaba con saberse viv@s, al cabo de la noche lo único que resistía de los insolutos eran los interrogantes que se multiplicaban y su capacidad de no solucionar nada. Entonces comprendimos lo complejo de nuestros objetivos, la imperiosa necesidad de unirnos, de fundar la productora de insolutos locales dedicada a generar estímulos que cuestionaran a la población del cuerpo entero.
Esa noche, apenas pusimos un pie en la calle aparecieron los guardianes del sueño, con sus pistolas taser diseñadas para dejar de cama a cualquiera que se interponga con los planes del cerebro. No habíamos llegado a colocar nuestros tres vientos sobre el asfalto que ya estaban frenando su mega estéreo con bluetooth y luces led. Uno de ellos desmontó al lado nuestro con su maletín de palabras. Amarilla renegaba con algunas aparatosas mangueras difíciles de ocultar y toda la artillería que requería el evento para el que nos preparábamos hacía días, habíamos tomado algunas decisiones apresuradas y técnicamente erróneas que complejizaron el artificio, nuestra empresa acarreaba con problemas de presupuesto. Blancanegra luchaba con su inmensa y ruidosa tuba adquirida recientemente, un instrumento de gran cuerpo y poca practicidad que a pesar de su sentido estético no pasaba fácilmente por la puerta. Por lo bajo se oía el trío instrumental de nuestros dientes.
– ¿A qué se dedican? – preguntó el especialista en sueño
– Jardinería – Respondí improvisadamente como si portar una manguera justificara vagar en vela por las noches – Ya volvíamos a nuestras casas – Él dudó, se veía muy forzada nuestra devoción por las flores, así que como última carta insistimos en poner nuestra mejor cara de inocencia y cuando su silencio se prolongó tomamos nuestros vientos y nos despedimos en casual retirada.
Las calles estaban sorprendentemente vacías, tal como predijo Prince Roger, una peste atesoraba a todos descansando puertas adentro mientras nosotras inyectábamos la ciudad en pequeñas dosis aún sin testear, hasta donde sabíamos difíciles de digerir. Teníamos la ilusión de encontrar al amanecer debajo de alguna baldosa a aquellos que los guardianes del sueño habían forzado a dormir bajo la contundencia de sus anestesias.
Recorríamos las cuadras y de un momento a otro cuando veíamos un lugar, un pedazo piel blanca y limpia, deteníamos los vientos, descabalgábamos y rápidamente Blancanegra clavaba sus agujas en la carne de la ciudad, en sus paredes. Amarilla y yo nos alternamos los turnos: una hacía vigilancia y la otra se encargaba de conectar los fluidos mediante las mangueras hacia las uñas de Blancanegra ya injertadas.
Tatuamos gran parte del centro cívico de todos colores con pequeñas dosis de insoluto. Al amanecer todas las células vieron las huellas de las inyecciones en todas partes, los tatuajes, sus cicatrices, nuestras preguntas por las identidades. Ahora eran parte de este cuerpo que las había hecho invisibles.
Prácticas hospitalarias
Con el paso del tiempo nos hemos vuelto angulosas. Nuestra redonda juventud desdeñaba las líneas rectas, optaba más bien por el suave ir y venir de las curvas. Los años han dejado a la vista los huesos en nuestras barbillas y pómulos, como si una fuerza interna los impulsara a salir, a romper la carne.
Te veo en la camilla tan suelta de músculos, tan inerte, y nos recuerdo haciendo las pasantías en el hospital. Entonces vos estabas de este lado del escritorio, burlándote de la ignorancia de los pacientes sobre su propio cuerpo y su falta de soberanía.
Mientras el doc. descansaba tranquilo, en los consultorios externos, babeando la almohada superior de su cargo, las estudiantes le cubríamos el puesto en la guardia nocturna. Nos analizábamos las vulvas hambrientas a húmedos lengüetazos, palpitando la inminente llegada de algún coma alcohólico, heridos de algún asalto o los tan frecuentes accidentes de tránsito. En ese entonces la lesbiandad resultaba una práctica hospitalaria para nosotras, irrealizable en otro campo.
Con el correr de los años empezamos a refinar y clasificar los vicios. Nuestra pasión por las vísceras la colocamos en consultorios con pisos lustrosos, donde la gente aguardaba en silencio para intentar descubrir que tenían dentro. Esas mansas bestias acudían a nosotras para oírnos monologar sobre ellos, así fuera sobre su podredumbre. En cambio, a nuestra obsesión por tocarnos las carnes mojadas le dimos un techo alto, con pisos y puertas de madera.
Sabrina Marinozzi
Nació en 1996 en la ciudad de Rosario siempre próxima a su río. Se recibió en la Escuela Provincial de Teatro como actriz, aunque considera que la actuación tiene más que ver con el hacer y el movimiento que con los títulos. Disfruta todo lo que puede volando en tierra como trapecista, lectora y escritora.