Catón
Un perro flaco de pelaje claro dormía en la última fila de nichos en el cementerio del pueblo, en vano los empleados le ofrecían comida, sólo tomaba agua de las canillas que chorreaban formando un lago verde oscuro en el agujero que el tiempo y el agua habían formado al pie. Las paredes de los nichos más viejos tenían una foto añosa, un ramo de flores de plástico desteñidas, y, a veces, la naturaleza aportaba uno que otro helecho.
-Dejalo que cuide, dice un sepulturero a otro, como Catón, las almas. Quién le puso este apodo nadie sabe, se comenta si, que el escritor Chacho Manauta le decía “El llevador de almas”. Catón fue en otros tiempos un hombre alto, delgado y muy encorvado. Siempre vestía pantalones amplios, saco y una boina negra que encajaba hasta las cejas. Su cara delataba lo poco que entendía de este mundo, hablaba con frases cortas parecía que mordía cada palabra, quizás porque tenía un rictus que desfiguraba su boca.
No trabajaba, no, pero tenía un empleo, acompañar a todos los muertos al cementerio. Solía esperarlos en la puerta de la iglesia principal, por allí pasaban todos los cortejos fúnebres. En su tiempo se usaban carrozas tiradas por dos o cuatro caballos, con tocados de plumas o no, según la importancia del muerto.
Detrás, familiares y amigos, pero, al lado del primer caballo prendido de sus crines estaba él, Catón. Si le preguntaban quién era el muerto, contestaba:
—El que está en el cajón.
A pie recorrieron todos el largo trayecto.
Sus ojos eran negros y brillantes, parecían estar siempre mojados. El funebrero le daba unas monedas por ser el llevador de almas: para cigarros, decía él, dificultosamente, en un modesto bar le regalaban un café con leche con pan del día.
Una mañana fría y brumosa se corrió la voz de que venía por el rio una barcaza desde Rosario con los restos mortales de un notable médico cirujano quien había manifestado su deseo de ser sepultado aquí, en este pueblo.
Un hombre de la concurrencia preguntó:
—¿Alguien vio a Catón? todos miraron y desencantados dijeron, no está.
Muchos años después un parroquiano en un bar modesto cercano al cementerio contó:
—Dicen, que Catón se murió de neumonía, que no lo llevaron al cementerio en carroza, sino en un carro viejo y despintado, al lado marchaba un cuzco chico de pelaje claro. No agregó nada más, despacio buscó el cigarro en el bolsillo de su gastada camisa, lo encendió y empezó a dar largas pitadas, su cara fue desdibujándose por el espeso humo del tabaco, los otros dejaron las cartas sobre la mesa sin hablar, había en sus rostros surcados de arrugas, una vaga tristeza.
Los hacheros
Era tiempo de desmonte .Aparecieron uno a uno los hacheros. Cuerpos flacos, músculo tensos ,hachas en mano .No hablaban ,casi ,sólo lo necesario.
Se acomodaban en el monte con sus pavas llenas de hollín, ollas y platos tan negros como sus caras. El sol hacía estragos en ellas, profundos surcos daban cuenta de su destino.
Al paso los seguían perros flacos, irascibles, al menor movimiento gruñían o ladraban. Todos les temían, los peones de la estancia no compartían nada con ellos, cerca de los corrales, en la rueda de mates confesaban su desconfianza , sacan el cuchillo por que sí nomás, _ajá, hasta me dijeron una vuelta que se comían los perros_ El mate pasa de mano en mano, pero, desde la casa grande, no se escuchan las risas de costumbre.
En el comedor tampoco hay tranquilidad._ Si vienen de prepo, vos, le dijo a la madre, aterrada por cierto, disparás desde las ventanas nomás, ella seria, apretó muy fuerte la culata del 38.
Muy temprano a la mañana, aparecieron en el patio de ladrillos, querían hablar, eso parecía, sus miradas torvas recorrían la casa .El padre salió, la madre toma el lugar que le habían indicado, parada detrás de la ventana, con el revólver, muerta de miedo reza: Dios te salve María. Las lágrimas brotan a borbotones. Hablaron poco y secamente, al fin se fueron
Un suspiro de alivio recorrió la habitación, el padre se desplomó en el sillón. Querían más yerba, dijo.
Mama Esther
En la galería el calor la sofocaba, mama raramente venía al campo, vivía en Buenos Aires, alejada de todos menos de su familia que adoraba. El reumatismo había hecho estragos en su belleza y no quería mostrarse. Además su matrimonio fracasado la había resentido hasta con su pueblo. Este sol, este sol, vos y solamente vos sos la causa por la que estoy acá, le decía a su hija mientras se apantallaba con su abanico de sándalo. Lo había comprado porque sabía que esa madera, con su extraño perfume, relajaba. Junto con los resoplidos y las quejas venían las historias, era famosa en la familia por su gracia al contarlas.
Sonriendo empezaba…
Una vez, en Villa Isabel, la mujer del jardinero tenía un abanico como éste, -a mí -dijo mama entre risas- se me ocurrió preguntarle ¿es de sándalo?
-Si lo compra ese sándalo .Sus maravillosos ojos verdes se achinaron por la risa. Todos nos reímos con la historia, corrimos a su falda pidiendo otro.
Así empezó la historia del chancho y sus dueños ,dos chicos que vivían en el campo, nos la contó en capítulos durante mucho tiempo. Llorábamos de pena cuando el chancho sufría..
Temblorosa y con voz apagada mama imitaba sus gemidos .En otro capitulo salía victorioso de un profundo pozo de barro, ella con las manos repicaba en la silla como sus patitas.
Aplaudíamos cuando se escondía para no morir y hasta le tapábamos la boca gritando basta! Cuando el peón aparecía, cuchilla en mano preguntando por el chancho. Así año tras año, en nuestros encuentros continuaba el relato, nosotros crecimos junto con él.
Esta historia nos gustaba tanto, que no recordamos haber pedido otra cosa ,daba igual estar en Buenos Aires que en el campo. Cada capítulo continuaba a otro, mama empezaba susurrando para crear el clima, sus brazos se agitaban, sus manos eran usadas como instrumentos, puñetazos los pasos del peón, la punta de los dedos los pasos del animalito, acompasados o en loca carrera.
Un día de esos desplegaron una alfombra vieja, para que no rayen más el piso dijeron. Es que nosotros en movimiento continuo pasábamos de rodillas a cuclillas, arriba, abajo, lágrimas y risas, todo junto y, al final, aplausos interminables sobre la vieja alfombra ya toda retorcida .Después la inevitable pregunta, mama, cuándo seguimos?
Peguntamos por ella durante muchos días, por qué no la vemos, dónde está, podemos escribirle, no, no ya está demasiado lejos.
El bulto
Un carro avanza por la calle de tierra sinuosa y enmarcada por grandes pastizales. En su marcha levanta una polvareda que cubre por completo el bulto que transporta. Las mujeres con sus críos descalzos y enredados en sus largas pollera, salen a mirar, se preguntan ¿qué será? El poblado no es más que un caserío humilde que se levanta a la vera de ese camino, la escuela es la casona más grande, el bar, la panadería y la capilla bien blanca por cierto, es todo lo que hay.
Despacio arriman el carro a la puerta, bajan el bulto con esfuerzo lo ubican cerca del atrio de la capilla hasta allí han llegado las mujeres con sus críos. Le sacan los trapos que lo cubren: es una estatua de San Judas, dice el colono, sus ojos brillantes tan reales provocan murmullos de asombro. Entregan la nota, el cura lee:
Estimado padre, confío a ud. y a este santo, que como sabrá es el patrono de las causas difíciles, a mi querido hijo que pronto se instalará en la estancia. Ruego que se acostumbre, sobre todo que trabaje, que así lo desea su padre, estudiar no quiso. Lo saludo atentamente y agrego que mando unos cirios comprados en Buenos Aires que le agradecería los prendiera en días festivos.
PD.: Cuando los encienda rece por mi hijo, no se le olvide.
En su casa, lejos de allí, la doña junta jazmines, los corta para ponerlos en la mesa de luz de su dormitorio mira la foto de su hijo, tan serio. Murmura San Judas Tadeo, te lo encomiendo, te pido, no, te pido no, perdón, te ruego que lo ayudes. Una gota de agua cae.
La arrocera
Una tarde vinieron a la estancia cuatro hombres a proponerle a papá una plantación de arroz “es que conviene, se vende bien”. ÉL sólo escuchaba y sacaba cuentas en silencio, al fin dijo: “bueno, probemos, eso sí, cuatro socios, ni uno más”.
Los peones trabajaban hasta tarde acomodando la tierra a la vera del Gualeguay. Nosotros, los chicos, seguíamos las charlas de los grandes con atención; había cierta tensión que nos intrigaba. Por fin estuvo todo listo, sembraron y, en silencio, día tras día, atravesando potreros miraban las plantas que empezaban a asomarse. Moríamos por ver de qué se trataba.
Dale que si´… tanto rogamos que al fin nos subieron a un camión, otros intentaron en autos. El camino sinuoso y angosto nos sacudía, cada pozo, una carcajada. La polvareda tapaba los árboles florecidos y, a las vacas del potrero parecía desteñirlas. La puerta de atrás del camión estaba abierta, así, distinguíamos uno que otro pájaro, muchos cardenales y en el alambrado una bracita de fuego.
Entre risas y aplausos llegamos a la costa del río Bajamos muy rápido, nosotros, Isidro y un chico alto, hijo de un socio. Entremedio de los canales había una máquina ruidosa toda de metal, un poco oxidada, con una correa ancha separada de la moto. Nos acercamos, el chico alto quiso tocarla, en un segundo quedó atrapado girando velozmente. Sus gritos y los de los demás formaron un coro aterrador .La ropa que llevaba puesta quedo deshecha, la piel sangraba, ya no era alto, sólo un cuerpo doliente, eso era. Alguien apagó la bomba. Todos corrían, a los caballos, los autos, menos nosotros, hundidos en la arena, inmóviles asustados, no atinábamos a nada.
Un empujón de Isidro nos puso en camino .Las risas se convirtieron en muecas de espanto (el grito se alejaba).
Un paisano dijo: y si hermano, la cabra no es p´al monte.
Zulema Ayala