Adrián Álvarez

Eso era amor

Como el silencio que hace 
un escarabajo andando en la arena
se deslizan las fibras
que sostienen la culpa

Luego, un par de uñas negras
tejen la ciudad invisible
como lo hace la araña
cuando va de tu piel, a mi boca

Y con el grito que hace
un poema al parir
se contorsiona la cama
arrastrándonos al abismo

Irse con un beso

La taza vacía 
extraña tu mirada 
y la cucharita 
no revuelve las horas

Una hoja de afeitar
sobre mi piel
como filo 
de un último beso 

Bajo mis pies
una toalla 
no seca rojo
y se ahoga 

 

La ropa sigue viva 
preguntando por los cuerpos
y el ropero 
no responde

 

La cama 
se ha convertido
en un ataúd 
blanco con alas

 

Su interior 
sabe a música
y los atrapa sueños 
cantan:

¿ A dónde 
nos llevamos 
las flores ?

 

 

Misofonía

Tu cabeza se hizo noche. Le ingresaron por las puntas de los pelos pedazos de sueños escondidos debajo de la almohada. Se te metían en esos cabellos marrones y sucios que hacían varios días que no conocían el baño. Tu cuerpo empezaba a dormirse de nuevo y la batalla parecía perdida. A lo lejos, el sonido de unos tacos se alejaban por el pasillo del hospital llevándose el ritmo de tu aliento. Cada tic tac parecía acompañar el parpadeo de unos tubos fluorescentes agotados. Ella solo vino a verte, sabía del dolor que te causaba escuchar su voz, no solo su voz sino la de cualquier ser humano. Te trajo tu cadenita preferida, uno de los primeros regalos que te hizo apenas se conocieron. Era un crucifijo algo extraño, debido a que su palo horizontal estaba levemente torcido. Sonrió mientras te la abrochaba y acariciaba tu cuello saliendo sus dedos tibios entre tus mejillas barbosas. Quiso besarte pero no se animó. Gritaste por dentro mientras una lágrima caía por el orificio de una oreja y las palabras se te quedaban empantanadas en la lengua. Tomó una hoja y escribió: no me vas a ver más, no voy a volver. Querías responderle, agarraste el papel con bronca le hiciste un bollo y te lo tragaste. Pensaste que en el estomagó podrían hablar. Luego lo escupiste, ella lo abrió con delicadeza y asco, estaba completamente en blanco. Dio media vuelta y se marchó, mientras dos enfermeros te sujetaban y volvían a inyectar. Intentaste demorar el sueño para escuchar sus lágrimas en cada tic tac de sus tacos. Y así, dormirte con el último sonido que ella desprendía aunque eso te perturbara.

Los sueños se habían esparcido nuevamente, en ellos, las voces eran reales y nadabas entre sonidos de felicidad. Podías decir te amo, escucharte y escucharlo de ella como en los buenos tiempos. Así durabas horas, a veces días sumergido en un estado ausente de miedos y lleno de recuerdos alegres. Cada vez que despertabas tus manos siempre estaban aferradas a la cadenita. Te colocabas las protecciones en tus oídos inmediatamente, comías algo y te distraías leyendo o mirando televisión. La vigilia era solo un momento de espera hasta que volvieran esos sueños salvadores. A veces hasta pedías desesperadamente que te pusieran a dormir, habías decidido no luchar más. Hacía unos días de su última visita, y cada despertar, era solo para reconstruir una pequeña esperanza de verla a ella ingresando en la habitación. Eran apenas unos segundos, besabas el crucifijo y  retomabas tus rutinas diarias cada vez con mayor fastidio e incomodidad.

Esos últimos días comenzaron los cambios en tu cuerpo. El marrón de los pelos se hizo más intenso. Te crecían bellos cada vez más frondosos y altos por toda la piel que prácticamente no se te veía. Tus dedos se ensanchaban, tus uñas se endurecían y alargaban. Las manos, los pies, parecían tomar una misma forma redondeada. En las yemas de los dedos aparecieron callos ásperos, duros como la corteza de un árbol. Los médicos totalmente extrañados no querían hacer nada, solo observarte fascinados deseosos de ver como esa extraña y desconocida enfermedad avanzaba. Mientras transcurrían los sueños tu cuerpo reposaba con el mentón apoyado sobre tus brazos cruzados, y en algunas ocasiones, te despertabas echado de costado con tus extremidades extendidas. Cada día que pasaba era una transformación tras otra. Una cola te comenzó a crecer, a la vez que por tu boca asomaron unos colmillos filosos y puntiagudos. Preferías cada vez más los sueños allí seguías estando junto a ella, despertar te enfurecía. Empezaron a pasarte la comida y medicación por una pequeña ventana que abrieron en la parte inferior de la puerta. Te alimentaban con carne cruda que devorabas con total habitualidad. Los sonidos te seguían irritando cada vez peor y sobre todo las voces humanas. El desconcierto en el hospital era tal que ya nadie se atrevía a ingresar en la habitación.

Tu último sueño te llevó al motel dónde habías planeado una noche romántica después de unos años juntos. Pensabas recuperar ese fuego místico de los primeros meses. Pero fue el comienzo de la enfermedad. Tirados en la cama después de beber ella te dijo: no quiero seguir. El dolor entró por tus oídos, cada vez que ella repetía esas palabras te crecían raíces en tu interior, como si fuera brotando un bosque de irritación que no podías detener con nada. Cerraste los ojos y tus manos apretaron tu cabeza haciendo presión sobre las orejas, el mundo enmudeció. Entonces el sueño comenzó a desvanecerse y el espejo en el techo de ese cuarto de motel, te revelaba la imagen de un puma. Era el mismo que ella cuidaba con tanto amor y juntos habían rescatado. Fue cuando se conocieron haciendo pasantías en el último año de la carrera de veterinaria. Ya no despertaste, y tu cuerpo felino quedó colgando del cuello sostenido por un despintado caño de hierro al costado de la cama, en el hospital.

Hidrófono

Mi mama que me grita una vez más: Juan! a lavarse las manos! No sé qué porquería de virus dicen anda dando vueltas, que mis viejos, se la pasan rompiéndome las pelotas con eso de lavarse las manos a cada rato. Ellos son un virus insoportable, ellos son la verdadera pesadilla. Todavía me duele la cara por el bife que me dio mi viejo anoche porque no me quería bañar. Encima ahora parece que tampoco vamos a poder salir a la calle ni jugar con mis amigos no sé por cuánto tiempo. Para colmo el colegio está cerrado se suspendieron las clases, eso puede estar bueno pienso. Igualmente creo que esto se va a poner pesado, muy pesado como mis viejos.

Me meto al baño, cierro con llave. Al menos voy a tener un rato de tranquilidad aquí dentro. Abro la canilla dejo correr el agua fría, que todos escuchen, vean he, vean que estoy en el puto tramite de lavarme las manos. Me apoyo en la pileta miro mi cara en el espejo mientras el sonido del agua me calma. También abro la caliente que corra toda el agua posible, que corra todo lo que yo no puedo correr. Entonces el espejo se rompe al medio y una bomba de agua me da de lleno en la cara. Me tira dentro de la bañera, caigo hacia atrás como el salto de un delfín volviendo al mar. Por las paredes comienzan a correr desesperadas líneas de agua que se ensanchan en locas direcciones. De la ducha brotan cascadas haciendo presión sobre mi boca intento gritar pero no puedo. La canilla de abajo me sacude con chorros como disparos salidos de una represa rajada. El inodoro y el bidet se han puesto de acuerdo largando sin parar aguas danzantes a un ritmo vertiginoso, como si estuvieran interpretando ese tema rock que hicimos en la fiesta de fin de curso.

El agua sube ya a la altura de la bañera. Veo pasar flotando al patito amarillo de mi hermanita que persigue un rollo de papel higiénico y me mira con una espantosa risa de felicidad. Trato de incorporarme pero del techo empieza a llover a cantaros, no son gotas son baldazos de agua, gotas del tamaño de un balde. Me tiran para abajo me hunden. Se corta la luz cuando el sonido de un trueno retumba en todo el baño. Comienzo a flotar. Me acuerdo de esas clases de natación que no quise ir. Estoy literalmente con el agua al cuello. La ropa me pesa, me la quito. El agua insaciable que me sigue presionando de arriba hacia abajo, de abajo hacia arriba. Lucho contra las tollas molestas que como imanes se me tiran encima y no me dejan respirar. Trato de pronunciar alguna palabra pero de mi boca solo emergen chasquidos y silbidos. Cuando mi cabeza toca el techo ya no siento las piernas ni los brazos, mi cuerpo aletea. Pronto me quedaré sin oxígeno.

Ya estoy plenamente sumergido y no escucho nada. El baño es ahora una pecera gigante. La respiración dejó de ser una preocupación. El parpadear de un faro destella en la oscuridad cada treinta segundos. Miro hacia las profundidades del baño y un pedazo de espejo me devuelve la imagen de un delfín. Entonces, por la rejilla del respiradero del baño alguien introduce un pequeño y extraño artefacto, largo y circular. Emite unos sonidos que no logro comprender, no respondo. Y me alejo sumergiéndome por el oscuro túnel que la bomba de agua dejó.

Adrián Álvarez

Nació en Rosario el ocho de diciembre de 1974. Piensa de la escritura que: “El silencio es el mar de las posibilidades dónde se bañan las palabras”