Andrea Alvira.
Marina
Marina iba por la vida con cara de sapa. Cuentan los que la conocieron que no había nacido así, pero empezó a adoptar esos rasgos cuando comenzó a andar por este mundo. Y eso ella lo atribuía a la voz de su madre: lo sabía, lo había descubierto en terapia hacía unos años cuando fue buscando ayuda para destrabarse y rendir la última materia de la carrera. Tan claro lo tenía, que entendía que reconocérselo a los demás era exponer una miseria que no tenía por qué, que no era justo, ya era demasiado tener que ir a laburar con cara de sapa dormida. Porque cuando lo advirtió también tuvo que verse ante el espejo y reconocer cómo la había puesto el tiempo. El tiempo y la voz de su madre, por supuesto. “Lo que pasa es que Marina va a Inglés porque le gusta, y por eso lo habla tan bien”; fue la frase que le trajo el
primer rasgo que recuerda. Una vecina que presenció ese momento relataba que Marina, al escuchar la frase de su madre, se hundió en el sofá y entrecerró los párpados, como una persiana enrollada a la mitad, y ya no pudo volver a abrirlos del todo.
Después vino el rictus ese de los batracios, en palabras de la mencionada señora, “ese
gesto de la boca que uno no sabe si es de conformidad, de desinterés o de bronca”. Fue
durante los años de la secundaria, tal como la propia Marina se lo manifestó a Laura, su única amiga, que sintió cómo continuaba la transformación, una noche en que oyó a su madre decirle al marido: “Deberíamos poner la casa de tu mamá a nombre de ella, así cuando se recibe tiene un lugar cómodo en el centro para poner el estudio y quién te dice su marido, sus hijos. Bah, ya que vamos a pagarle al escribano matemos dos pájaros de un tiro y pongamos el departamento de mi mamá también, mirá si a nosotros nos pasa algo, Mario. “¿Una casa? ¿Recibirme? ¿Casarme? ¿Qué les puede pasar?”; pensaba Marina cuando apareció su papá por el pasillo y la encontró tras la puerta escuchando.
– Marina, qué te hiciste en la cara?
– ¿Por qué? ¿Qué tengo?
– Tenés algo raro en la boca. Como si te hubieses pintado, no sé. Irma, vení. Fijate ahí lo que tiene en las comisuras. ¿No serán boqueras?
Y ahí quedó la cosa. Era algo, pero no era nada, y todos se acostumbraron, incluso Marina, a esa nueva boca de sapa con las comisuras estiradas, medio para abajo, medio para arriba.
“¿Te conté que a mi hija le queda solo una materia para recibirse?”; expresó Irma frente
a una tía algunos años después, y de inmediato la piel del rostro de Marina se puso un poco verde, seca, rugosa. Fue por ese tiempo que ella empezó la psicóloga. Llevaba cuatro mesas de examen sin poder presentarse a rendir Auditoría, la última materia que le quedaba para recibirse de Contadora, y necesitaba salir de ese estado de ansiedad y bloqueo que la torturaba. Después de unos cuantos miércoles a las diecinueve, un día cruzó la puerta, salió a la calle, forzó como pudo una sonrisa grandota, y se fue a su casa a estudiar, casi aliviada.
Cuando comenzó a trabajar en el estudio contable de un amigo de su padre, pidió sus progenitores que le acondicionaran una habitación en la planta alta de la casona familiar.
Según el testimonio de Laura, hubiera querido irse sola, pero su mamá le dijo que no hacía falta, que iba a tener que aprender a cocinar y hacer cosas de la casa, que no iba a poder con todo el trabajo que iba a tener, que mejor se quede que ahí no se tenía que ocupar de nada, y ella se convenció de que era lógico y conveniente, tragó saliva y le creció una pequeña papada blancuzca.
Encerrada en su habitación, una madrugada vagando por una página de chat gratuito, en una sala que se llamaba Friendship conoció a Mark, un suizo de cachetes rosados y gesto indescifrable. Con Mark pasó largas y afiebradas noches conversando sobre Ágatha Christie y baladas ochentosas, y a medida que los meses pasaban fue creciendo entre los dos algo que, en sus propias palabras, irremediablemente debía continuar en un encuentro cara a cara. Entre risitas y esfuerzos por modular su mueca anfibia, le contó a Laura que ella y Mark planeaban encontrarse en Madrid en el verano europeo, para el que faltaban seis meses. El plazo puesto era extensísimo si se pensaba en el deseo y la ansiedad de Marina, pero el que ella creía más conveniente para planear el modo en que conseguiría el dinero necesario para el viaje, y sobre todo, para preparar a sus padres para recibir tamaña noticia.
Los meses pasaron veloces y todo su tiempo, su cuerpo y su esfuerzo se predisponían para el momento esperado. La vecina y la tía le habían sugerido a Irma, en distintas oportunidades y sin acusarla explícitamente de lo que le pasaba a Marina, sino más bien como un consejo de comadres, que a esa chica le estaba sucediendo algo lindo, que por favor no le dijera nada, que no la incomodara.
Unas semanas antes de la fecha del vuelo, Marina habló con sus padres, y sin muchos detalles sobre la historia de amor, pero con exacta precisión de fechas, recorridos y presupuesto, los puso al tanto de sus planes. Advertidos como estaban de la situación,
decidieron felicitarla con una sonrisa y le preguntaron en qué podían ayudarla. Ella respiró aliviada y delegó en su madre cuestiones relacionadas a valija y ropa, y a su padre le pidió que le comprara los dólares que le faltaban.
Finalmente un domingo por la tarde, el chofer de la combi que la llevaría hasta Ezeiza
tocó bocina en la puerta de la casona. Marina salió con su mochila al hombro, secundada por su madre y su padre que traían las valijas. Saludó a Mario con un abrazo breve, y cuando llegó el turno de despedirse de Irma, ésta le susurró al oído: “Cuidate mucho y llamá cuando llegues.
¡Qué alegría hija que tengas novio!”. Marina la miró con sus ojos entrecerrados y sintió que su cuerpo le pesaba como nunca. Como pudo se dio media vuelta, subió a la combi y tomó su lugar. Se supo después por palabras de Mario, que Marina se asomó a la ventanilla y dejó ver cómo de su boca salía una lengua larga y rosada que atrapaba una mosca pegada al vidrio.
El atesorador
Nadie pestañeaba cuando el Búho Gris aparecía por la puerta de la galería. Se levantaba de su siesta y con una media sonrisa la atravesaba silencioso hasta llegar a la parra, donde acomodaba su silla blanca y se disponía a pasar los siguientes quince o veinte minutos con la vista clavada en la enredadera que trepaba por el tejido. Transcurrido ese lapso, arrastraba sus patas hasta la cocina, y con resignación ponía la pava sobre la hornalla de atrás. Cuando volvía con el mate en la mano, salvo contadas y gravísimas excepciones, rompía el silencio y desplegaba ante su público exigente historias gastadas y nuevas mentiras.
El Búho Gris, además de un gran contador de cosas, era un noble guardador de secretos. Si alguien miraba sus ojos, podía ver, detrás del vidrio borroso que le había crecido con los años, el tren desordenado de los silencios ajenos. Lo que no guardaba era lo que había aprendido, pero eso no era un problema, sino por el contrario, era otro de sus poderes, y por esa razón todos los días algún vecino o pariente aparecía golpeando las manos por el caminito que los traía hasta la casa, para buscar la añosa fórmula del dulce de leche, los mejores esteros para cazar patos, la proporción justa para hacer chorizos, la anécdota exacta para reconciliarse con un recuerdo.
Pero una tarde helada, la parra seca y el pasto quemado no lo vieron aparecer. Los gatos se arremolinaban sobre las cajas de cartón abiertas en la galería, y la perra desde su cucha en el gallinero aullaba ronca. Escondido bajo la pila de frazadas, el Búho Gris se despertó de la siesta y con lo que le quedaba de fuerza tocó a su compañera hasta despertarla, sin poder explicarle nada. Un rato después, mientras los demás hacían llamadas, iban y venían, el Búho se retorcía en el nido buscando recordar alguna cosa que lo trajera de regreso. Su media sonrisa se había clavado en su mejilla izquierda, la comisura hacia abajo, una mueca injusta.
Los meses siguientes los pasó en una cama de hierro y con suero, sin memorias ni silencios sonrientes, solo con la vista clavada en la ventana, mientras que lejos, entre frondosas gravileas, la galería se llenaba de grietas y alimañas.
Calavera
una calavera enjoyada
puede ser
un dije carísimo
una ofrenda antigua
un dibujo adolescente
o una metáfora atroz
de tu cuerpo inerte y sus humores
Andrea Alvira
Nació en el norte de la provincia de Santa Fe en 1984. Se crió en el campo, luego en Romang, y desde 2002 vive en Rosario, adonde vino a estudiar Letras. Trabaja como administrativa y tiene un niño pequeño.
Escribió montañas de cartas, diarios íntimos y poemitas. Ahora con menos deseo y más rigor se dedica a redactar y corregir informes, proyectos y presentaciones.