Cecilia Pesoa

Ni el miedo se le acercaba

Morena dejó la bicicleta en el portón de entrada, rejas cuadradas prolijamente pintadas de blanco. Una casita, con porch y galería, un parque en el que se puede jugar al fútbol y la pileta al sol pleno, para que ningún mal verano arruine la estadía. Del lado de adentro todos dormían en la casa de los Martínez. Se dirigió al cuartito de atrás, en el límite del terreno. También era blanco, pero estaba percudido. Esos  cuartitos solían ser de los lugares más calurosos, poca o nula ventilación, cemento y chapas. Nada de aislamiento. No eran para estar, solo para poner cosas. Se dirigió a la bomba, Morena dejó la puerta abierta, el calor de las siete de la mañana anticipaba lo que sería el resto del día. Movió perillas, prendió la bomba, descolgó la manguera, la llevó hasta la pileta, la dejó cargando, la enroscó al desagotador, buscó el barrefondo, se puso los pods y abrió spotify antes de mojarse más las manos. Suavemente, por cuarenta y cinco minutos limpió la pileta hasta dejarla impecable. Le mandó un mensaje a Carla Martínez, además de “TODO BIEN”, le avisó que el domingo cuando tirara el cloro echaría el precipitador.

Es como si el sol me despertara por primera vez. El agua clorada me hace pesada. Me empuja al fondo, abro mi boca para gritar de nuevo. Se me llena la boca de líquido de sabor agrío y terroso, de bichos, de miedo. Mi voz no puede salir, mi garganta está cerrada. Las yemas de mis dedos se contraen, me paraliza el dolor. Esa piel está más sensible que nunca, creo no recuerdo mucho de antes de caer, solo recuerdo los momentos previos. Pero entiendo que el agua presiona mi cuerpo, exprime mi vida. Es solo un rato, cuando llegue al fondo vuelvo a dormir. Todavía siento el labio partido, una cosquilla incómoda crece con pequeños pellizcos, pasitos lacerantes del que me come constantemente la piel babosa de mi herida. Tardó en llegar al piso. El agua diluye mis lágrimas. Veo a alguien antes de que mi espalda descanse en el lecho duro. Me agito, sacudo todo mi cuerpo. Esto es nuevo. Pero el tirón es con fuerza al fondo. 

Decidió caminar con la bici en la mano a la siguiente casa, estaba a dos cuadras y no había nadie en la calle. Se sacó los auris, cuanto más silencio había, más miedo tenía, estaba atenta. Eran las ocho de la mañana de un sábado de enero cuando por fin pasó por una casa en la que había notable movimiento. Una pareja de gente grande, como sus abuelos, desayunaba en la galería y dos perros jugaban y ladraban. Exhaló. El silencio se había vuelto agotador.

La casa Pazzalo era desagradable para ella, no se explicaba como lograban alquilarla: todo parecía un poco roto, descuidado o simplemente sucio. Había muchas sombras, y de noche cuando le echaba los productos, las luces eran todas bajas, una constante penumbra. Fue al lavadero, se llevó con ella la manguera y el barrefondo, era el más antigüo de los que pasaba, el más pesado, el más armatoste. Rodeó la pileta para llegar a la bomba, todo era más difícil ahí. Aunque la pileta era más chica tardó más de una hora. Cuando terminó, guardó las cosas en el lavadero. Se había vaciado demasiado y la tuvo que dejar cargando. Le mandó un mensaje a Miguel, que volvería más tarde para apagarlo. Él vivía al lado, la saludó desde la ventana. Le repugnaba, el asco le erizó la nuca.

Ya había gente dando vueltas. Se subió a la bici para la última casa de esa mañana a cinco cuadras de ahí, la casa Ciches. Eran dos casas que compartían piscina como le decía Celina. Todo nuevo, todo fácil, todo moderno, prolijo. Sin personalidad, de revista. Pasó el bichero, chequeó el nivel del agua: “TODO BIEN”. Ahora debía volver a Pazzalo para quedar libre.

 

Mis ojos no se cerraron, se apagaron. Mi piel se deshace otra vez. Vuelvo a sentir los golpes fuertes. El cuello me arde cuando recuerdo la soga. El agua fue casi aire en ese momento, un alivio, un instante de paz. Amamanté insectos, tragué el auxilio que nunca pude decir. Devoré mi pasado. 

Fue igual. Morena dudo si ir, esperó que pasará un tiempo sin llover. La tormenta le habría dejado mucho trabajo. Se puso el buzo fucsia, el más vistoso que tenía, quería que la vean, que la recuerden. Una vez en las vueltas de cuidado, dos tipos la habían seguido, diciéndole cualquier cosa, se había metido sin saber ni quién era en el primer portón sin traba. Había ido directo al quincho y lo había llamado al papá, antes de que el auto se detenga los tipos ya se habían ido. A partir de ahí cambió el recorrido y se compró un gas pimienta.

Justo ese día post-tormenta, se le había agregado la casa Belous, pero Pazzalo no estaba alquilada. Belous quedaba más lejos, y para llegar tenía en su recorrido “La Quinta de Funes”, le daba impresión, no quería verla pero siempre se le escapaba una mirada furtiva. Odiaba ser morbosa, pero le era inevitable. Belous pagaba más, por quedar lejos y casi solitaria. A la noche para tirarle los productos, iban en auto con su novio, no era más de diez minutos en cada una y arrancaban para alguna plaza o bar, o se juntaban en lo de alguien. Sus clientes la conocían de siempre, hasta en invierno podía llegar a cuidar alguna casa, aunque últimamente estaban ocupadas casi todo el año. A los inquilinos los dejaba tranquilos que una chica así, entrara y saliera cuando ellos dormían o no estaban.

Caminando hacia el cuartito en la Martínez, vio por el rabillo una sombra en la pileta. Corrió. Le pareció que era alguien. Se asomó, arrodillada en el borde, no había nada, la superficie le devolvió su reflejo.

Ella fue el sol ésta vez. Le veo la cara llena de preguntas, mi mirada se nubla, mis ojos se derriten, pero no quiero que su imagen desaparezca, es la primera persona que veo en ésta eternidad. Hoy no grito, no lo intento. Hoy sonrío. Caigo hasta que la columna se me rompe, y ella no me ve.

 

Morena sentía que había bebido mucho la noche anterior. Abrió y  cerró válvulas. Llenó la manguera y prendió la bomba. Cuando estaba por empezar, vio como el fondo se revolvía agitando la mugre que debía limpiar. Corrió para apagar todo. Dejó el barrefondo metido y casi se le hunde por completo si no hubiera corrido de vuelta al ver que se deslizaba. Sacó todo, estaba molesta, enojada. Llevó todo al cuartito, con el agua agitada no podía trabajar. Golpeó las hortensias que lo rodeaban, contuvo un arrebato de ira, las acomodó, no quería más problemas. Arrancó para Ciches, tendría que volver más tarde.

Convulsiono hasta irme, porque no quiero. Lucho y pierdo. Necesito que me vea. Que me rescate, que me salve. Que me encuentre.

La mañana se había complicado. La bronca era como una mochila, la cargaba y le pesaba. Ni el miedo se le acercaba, pedaleaba con fuerza, la prudencia se quedó durmiendo, lo único que quería era llegar lo antes posible, terminar todo rápido. Volver a Martínez. Iba todo lo rápido que el cuerpo le permitía, zumbaba a toda velocidad, ni siquiera escuchó a ese que le dijo una guarangada, por lo bajo, con palabras viscosas, como los cobardes.

Todo fácil en Ciches. Mensajes fueron y vinieron “TODO BIEN?” “TODO BIEN”. Su mamá, como rara vez pasaba, también chequeó, “TODO BIEN MÁ. AHORA ME VOY A BELOUS”. Se tuvo que sacar el buzo, con la adrenalina le subió el calor. Pasó por “La Quinta” y se olvidó de mirar con miedo. Llegó a Belous, desmontó jadeante, casi se cae del envión. El chalet de teja rojas y rejas con arabescos, de ladrillos vistos pintados de blanco, el parque prolijo, el pasto brasilero recién cortado y el ligustro de cerco apelmazado y brillante. Abrió la reja negra, que hacía juego con todas las de la casa. Fue directo al quincho donde la esperaban manijas, llaves, teclas, la manguera y el barrefondo. “LISTO, PASO ÉSTA  NOCHE” “BÁRBARO, ¿TODO BIEN?” “TODO BIEN”. La inquilina la había saludado y ella le había devuelto, educadamente, el movimiento de manos. La señora inquilina le preguntó por un almacén, Morena, amorosamente, le dio las indicaciones para que llegue al de su amiga Loli, de la mamá de Loli. En bici, ya yendo de nuevo  a la casa Martínez, se cruzó con la casa de Pupa, su amiga se habia instalado en Brasil. La última vez que fue y la visitó Pupa ya no preguntaba, ni por su familia ni por la casa, a Morena no le había extrañado. Apretó los pedales, la adrenalina le hacía bien. Se paró sobre ellos para más velocidad, para llegar rápido a  Martínez.

Quiero estirar mis brazos y lo que logro es ver mis manos violáceas, carcomidas, despezadas. Mi mundo: el agua turbia. Mi mundo soy yo y mis dolores. Yo ya ni sé quién era. Siento y controlo, apenas mis brazos pero dudo si aún tengo piernas. Mi mundo es el sol que me despierta y el fondo que me duerme.

Antes de empezar, ya en la casa de Carla Martínez, Morena vuelve a la pileta. Pensó en algún animal, una iguana probablemente. Nada, todo tranquilo, todo bien. El agua estaba turbia pero estancada. Se dio vuelta para ir al cuartito, un ruido burbujeante empezó a su espalda. Morena giró asustada, era el filtro, igual se volvió a asomar.

Terminó todo con el mismo mensaje. Se resbaló al salir, ponerse el buzo mientras movía la bici solo la hizo ponerse su buzo fucsia. Había empezado a llover finamente.

Hace un tiempo que nada me despierta, ni el sol, ni ella. Solo estoy yo. Hinchada y deshecha. Conmigo el agua negra, la tierra cristalina, el aire pesado, el cielo infinito. Yo puedo flotar incansable. A veces tengo ganas de que salga el grito que me había quedado atragantado, otras solo de llorar, vagamente, a veces, me vienen ganas de que mi cuerpo luche. Aunque la mayoría del tiempo en el que estoy despierta, solo morir. A veces siento, solo y únicamente tristeza, la siento en los huesos, pero pienso que ya ni sé si tengo huesos.

El sol estuvo fuerte desde temprano. Esa fuerza que se siente en la piel apenas la toca. Tanto fue que Morena tuvo que volver a su casa a ponerse protector. Ese día tenía cinco casas. Algunas calles la protegían del sol, con árboles que suelen entrelazarse de vereda a vereda. Pero otras la dejaban a su suerte en todo sentido. Empezó al revés, la casa Martínez la traía mal. Primero Pazzalo, dejó la bomba cargando. Después Ciches, atrás Belous, volviendo: Espósito, Martínez.

Una vez ahí se encontró con uno de los inquilinos, se iba a correr. Otro que sacab dos bolsas de basura, una era de botellas de vino vacías. Morena se sintió segura y siguió su rutina.

Me despierto y ella está dando vueltas a mi alrededor. La veo, parece a través de una cerradura. Y yo floto, no caigo, no estoy cayendo. Pienso que, capaz, es por ella. Algo está cambiando y tiene que ser ella. Quisiera gritarle mi nombre, pero no lo recuerdo. Sé que lo sé, solo que no me lo acuerdo, pasó tanto tiempo. Deseo que me salve de ésta agonía. Siento que tengo nuevas fuerzas, que puedo rasgar mi mundo hasta alcanzarla.

Morena siguió su patrón para cubrir prolijamente toda la superficie del suelo. El sol era estridente. Otros inquilinos, como zombis, empezaban a pulular cual jejenes, molestaban con su sola presencia. Uno se acercó a ella y le habló, pero Morena se tuvo que sacar los pods, se iban a ir, iban al super. Cuando volvió a su labor, le pareció ver una sombra en el fondo. Los inquilinos seguían  moviéndose por el parque. Se asomó por el extremo de la parte honda, la superficie empezó a ondular. No había nada. Morena levantó la cabeza para ver cómo se iban los amables desconocidos de turno.

Ella está más cerca, no solo la veo, la siento. Creo que me puede ver, lo que queda de mí. La emoción me llena el pecho. Viva, tal vez. Creo que al final si estoy viva. Algo la distrae. La aleja de mí.

Quería terminar pero el barrefondo parecía más pesado, difícil de mover. El barrefondo llevaba su propia mochila, su carga. Morena luchaba con fuerza para apurar la tarea, un mañana que se sentía el doble,  hundida tratando de hacer una tarea imposible. El reflejo del sol no ayudaba, la posibilidad de estar cómoda es evaporaba. Al final supo que debía cargar la pileta. Tardó mucho con todos los pequeños problemas que se sumaban, y todavía tenía que apagar la bomba Pazzalo, dejó Martínez cargando cuando a la carrera fue a apagar la otra. Texteando a Miguel, se caía de la bici y volvió rengueando y mareada. Decidió no irse hasta que el agua llegue al nivel, que quede todo acomodado, todo bien. Para que su trabajo rindiera más, pasar el bichero.

Volvió. No pensé que fuera a suceder. Pero sigo suspendida, atada a ella. Sin caer pero sin salir. Puedo ver que tiene algo en la mano, algo para salvarme.

El bichero tiraba de ella. Sentía la fuerza que hacía. La pileta se llenaba ruidosamente, el resto era sólo silencio. Una brisa, un canto de pájaro, nada más. Todo tan expectante como ella. El agua tira tan fuerte que casi la hizo caer. No suelta el caño. En la pile no había nada, pero una sombra aparecería de la nada, una mancha. La fuerza y la sorpresa le ganaban, Morena soltó el bichero que se hundió hasta tocar el suelo. Su reflejo se ve fragmentado, superpuesto con otra cosa.

No me alcanzan las fuerzas, no creo que lo logre.

La veo de nuevo, la esperanza. Está ahí, tan brillante como desconcertada.

Morena no podía entender lo que veía, se preguntó si estaba siendo víctima de una broma horrible. El movimiento del agua distorsionaba su imagen. Como si hubiera alguien más con ella, se dio vuelta para mirar sobre su hombro. Estaba sola. Roza el espejo de agua con la punta de sus dedos.

Puedo tocarla.

Puede sacarme.

El inquilino corredor creyó escuchar un grito. Se apura, se acuerda de la chica, la piletera. La pudo ver a Morena arrastrándose en el pasto, alejándose histéricamente de la pileta.

Desde donde él estaba, todavía no podía ver los dedos putrefactos asomándose, luchando por salir.

Cecilia Pesoa

Es rionegrina, estudió en Rosario Comunicación Social, y luego se radicó en Pueblo Andino junto a su familia. Busca nuevos caminos entre la comunicación, la militancia y la creatividad. Participó de programas de radio. Actualmente en su podcast Persiguiendo luciérnagas entrelaza la escritura con paisajes sonoros.