Emilia Losada

Sin salida

Borro y vuelvo a escribir, como si el recuerdo se alimentara del tiempo, adquiriendo nuevas formas. Necesito documentarlo todo, tratar de entender qué pasó durante estos meses, dejar la sombra de las palabras para cuando lo olvide. Leo las últimas oraciones en este cuaderno y me convenzo de que no fui yo. Crece la sensación de estar olvidándome detalles y que sólo los detalles importan. 
Por ese tiempo trabajaba mucho y dormía poco. La veía siempre en el mismo banco de esa plaza oscura. La ventana de la oficina estaba justo frente a mi escritorio, era por donde mis ojos escapaban ante las quejas que salían desde los auriculares, mientras las amontonaba en el sistema. No recuerdo cuándo fue que empezó a venir, pareciera que siempre estuviera ahí y un día simplemente me dejó descubrirla. Disfrutaba ver cómo tendía su cuerpo sobre el banco, mientras pasaba páginas de libros de los que leía pocos minutos para intercambiar por otros. 
Era agosto, el frío golpeaba incesante y ella parecía ajena al mundo exterior. Llevaba un tapado azul. Algunas veces almorzaba, al rato se arrepentía y siempre dejaba la mitad en el suelo. 
Estudié su rutina durante días. Sólo cuando no me alcanzó con sólo observarla, fue que me acerqué a conversar. No sé cuál fue la primera frase que solté, pretendiendo que no parezca algo ya premeditado. Creo que me senté a fumar y le pregunté qué leía. Había empezado la carrera de letras y pensaba que podía defenderme conversando sobre literatura, sin embargo no reconocí ninguno de sus libros. Se llamaba Ruth, lo decía deteniéndose en la pronunciación de la th final. Era más joven de lo que imaginaba desde la altura. Llevaba las uñas pintadas, menos los meniques. Esa vez eran violetas. Imaginé que tendríamos la misma edad. Su boca escupía monosílabos a mis preguntas tartamudas, no importó porque de igual manera terminamos caminando juntos. Seguí sus pasos hasta que me despidió repentinamente y cruzó la avenida del centro, dejándome atrás. 
Desde ese día empezamos un pacto implícito. Cuando salía del trabajo conversábamos y caminábamos, caminábamos mucho. Ruth marcaba el recorrido. Una vez llegamos hasta el puerto. Odiaba el puerto, pero entonces ella, como si estuviera escuchándome, soltó un suspiro y dijo que lo amaba. En ese instante yo también creí eso, pensé que lo había olvidado.  
Uno de los pocos lugares donde no se ve dónde termina todo esto. A veces siento que todavía puedo escucharla y repito sus frases en voz alta. Solía contarme todo tipo de historias. De la ciudad, de lo que leía, nunca la suya. Se limitaba a cambiar de tema, preguntarme otra cosa. Creía que estaban bien sus límites, que sólo así podía mantenerla cerca. Siempre preferí estar solo, sin embargo, con ella era distinto. Tendría que haber desconfiado, aunque todavía no había pasado nada, era más bien, la única persona de la ciudad con la que me relacionaba. 
Había días que no hablábamos. Ruth siempre se veía igual. No sólo por la ropa, había algo en su rostro que parecía ganarle al tiempo. La pila de libros que la acompañaba eran los mismos, nunca los terminaba. Es que en la última página no sabes qué viene después, se justificaba con una sonrisa en la que escondía los dientes. Sus labios grandes, tampoco dejaban verlos cuando hablaba, me pasaba minutos enteros intentando imaginar la forma de su dentadura. 
Pasaba el tiempo y cada vez toleraba menos que nuestras caminatas terminasen. Fue entonces que la invité a mi departamento. Vivía en un monoambiente diminuto, alejado del centro. A ella pareció gustarle. Tanto, que a partir de ese momento, estuvimos más ahí que en ningún otro lado. Ya no pudimos separarnos. Eran muy pocas las veces en las que Ruth salía, dejándome solo, provocándome ese vértigo que empezaba a crecer minuto a minuto en mi cuerpo cuanto más lejos estábamos. A ella le divertía, no lo admitió nunca, aunque yo podía verlo. Sus labios se movían para un costado y el brillo de sus ojos era diferente. 
Seguíamos caminando, aunque ya no llegábamos tan lejos. Elegíamos un destino arbitrariamente y no nos deteníamos hasta cumplirlo. Una vez Ruth quiso que sea la galería vieja, le decíamos así porque no conocíamos el nombre de las galerías, plazas, edificios. Estaba a treinta y dos cuadras que nunca terminamos. Fue la única vez que no llegamos al destino pactado. La única vez en la que se detuvo en un negocio impreciso que vendía solo algunos muebles, muchos artefactos y electrodomésticos de otro tiempo. Frenó de improviso como cuando la gente se cruza a alguien que conoce en la calle. Sin decirme nada entró y compró una cámara analógica de lentes gemelos, así explicó. Una Rollei, ¿ves? por este lente se mira y este otro es el que saca la foto. De fotografía yo no sabía y me sentí perdido en su impulso por cambiar algo de nuestra rutina. 
La presencia de la cámara alteró la convivencia, ahora éramos tres. Desde el instante en que salimos del negocio Ruth no la soltó. Ya no me miraba tanto a los ojos si no era a través del lente. Sobretodo fotografiaba manos. Las revelaba y las coleccionaba en un gran álbum verde. 
Sólo tenemos una foto juntos, o teníamos. Nunca la reveló y no encontré el negativo. Era detrás de un espejo, el reflejo devolvía dos rostros cansados, acabábamos de levantarnos. 
Doscientas cincuenta y seis, lo dijo así, de la misma manera en la que decía muchas cosas, soltándolas en silencios largos. Ese era el número de fotos que había hecho. Ese mismo día fue el último que estuvimos juntos. Era sábado, salimos a caminar y esta vez elegí yo, el puerto. 
Extrañaba la manera en la que era todo apenas nos conocíamos. Ella se resistió, dijo que ya no íbamos a esos lugares, insistí. Caminamos sin decirnos nada. Nos sentamos a ver el agua y ella solo suspiró. No sé cuánto tiempo estuvimos, sólo que vimos pasar un barco largo y sacó la cámara para hacer la última foto. Después de sentir el click mecánico de la Rollei algo se pierde. Puedo sentir que en ese instante me arrastran a otro lugar. Todo está en negro y cuando recobro los sentidos estoy caminando de vuelta a casa. No entiendo como llegué ahí. 
Me volteo buscándola y me doy cuenta que ya no la sigo y no viene detrás. Pensaba que quizás me había desmayado, pero en el fondo intuía que no tenía que ver con eso. Llegué al departamento ví que seguían sus cosas. El domingo la esperé imaginando que golpeaba, porque no tenemos dos llaves, porque siempre que uno salía el otro se quedaba, o salíamos los dos o nos quedábamos los dos. El lunes no fui al trabajo, me desperté muy temprano para salir a caminar, buscándola. El martes es igual. Es el miércoles, estoy casi seguro que es miércoles cuando todo empieza a derrumbarse, a perder sentido. 
Elegí el recorrido de la galería vieja frenando en cada esquina. Me concentré en detectar el color azul que la envolvía. Pasé el local donde compró la cámara y, a pocos metros sobre un banco, reconocí el álbum. Estaba abierto, las manos me miraban desde las páginas. Lo cerré sin detenerme y lo llevé con la certeza de que ahora era ella la que estaba buscándome. 
Después, lo que sigue aparece fragmentado. Ya no logro distinguir la cronología de lo que sucedió, el tiempo se vuelve impreciso. Todavía sigo perdido, atrapado. 
Recuerdo despertarme con la luz dura que entraba por la ventana. Lo primero que pensé fue que ya sería mediodía, me había quedado dormido. Y entonces la ví. Ruth estaba de espaldas en la cocina, preparaba café. Me desesperé, quise acercarme, preguntarle donde había estado todo este tiempo pero mi cuerpo no respondía. Seguía en la cama viendo la escena desde afuera. Abría la boca y ningún sonido llenaba la habitación. Ella parecía no notarme. Desayunó tranquila y se fue. Lo mismo volvió a ocurrir una y otra vez. Por momentos recobraba instantes de lucidez en que todo parecía volver a la normalidad, en seguida algo se desajustaba y despertaba en la inmovilidad de esa cama, viéndola. 
Cuando parecía que no había salida, algo cambia. Pienso que de esto pasaron días, quizás son semanas. Todavía no puedo entenderlo. Lo escribo, al igual que cuando se quiere reconstruir un mal sueño a la mañana siguiente. Aferrándome a lo único que queda. 
Hacía frío. Aparecí en una plaza, sentado. Otra vez no recordaba desde cuándo estaba allí. El lugar me sonaba familiar. Estaba oscuro, era la plaza, esa plaza. La luz del sol era suave, debía ser temprano. Una pila de libros descansaba a mi lado. Tenía uno en las manos. Las llevaba pintadas, todas excepto los meniques. Empecé a aterrarme cuando me dí cuenta que tenía puesto su tapado azul. Levanté la vista y me ví, en esa oficina detrás de la ventana, mirando hacia la calle. Pensé que no podía haber dos de nosotros, pero me reconocí en sus gestos, su mirada. En ese instante sabía la continuación de esta historia. Sentía que ella me estaba dando una oportunidad, de esta vez, cambiar el desenlace. Creí que todo saldría bien si no hablábamos, si nunca lograba verme. Decidí caminar, a ningún lado, lejos. Frené después de lo que creo que habrán sido horas y en ese instante todo volvió a desvanecerse. Desde ese día vuelvo a aparecer una y otra vez en el banco de la plaza. 
Esta vez voy a dejarla ganar, dejarme arrastrar por el primer encuentro de Ruth y su mirada esquiva. Estas páginas dobladas en el interior del saco, quizás no sean suficientes en el intento de recordarlo todo. Las guardo con cuidado a la espera de que puedan ser instrucciones para saber cómo seguir.

Emilia Losada

 

Nació en Rosario, un sábado de 1997. Estudia Comunicación Social en la UNR. Escribe sobre todo poemas, cuentos, crónicas y listas de palabras. Lo hace interrumpidamente, en cuadernos distintos, en words desordenados. El matecocido le gusta sin azúcar y cuando lee subraya sin regla.