Ignacio Llanes
Una mesa angosta y larga
Camilo sacudía distraídamente sus piernas, que colgaban de la silla a varios centímetros del piso. Sus pies lucían las zapatillas lindas, las que usaban para salir a comer o para ir a un cumple súper especial, aunque no estaba seguro de qué clase de festejo era ese porque había mucha gente entrando y saliendo a cada rato pero no se veían muy felices.
Sentada en la silla de al lado, su mamá tampoco se veía muy feliz. Tenía los ojos hinchados y rojos como cuando a él lo retaban y lo mandaban a su pieza sin salir. La gente que entraba debía verla algo triste, porque a cada rato alguien se acercaba y le acariciaba la espalda o le daba un abrazo muy fuerte que parecía apretarla demasiado porque hacía un ruido similar al que hacía Nube cuando alguien le pisaba la cola sin querer. De vez en cuando alguno también le revolvía el pelo a él y le decía que todo iba a estar bien, aunque él no estaba seguro de qué era lo que iba a estar bien.
Una señora muy grande que olía muy fuerte se acercó y le pellizcó el cachete. Su olor lo hizo estornudar, y ella se rió. Luego se agachó lo más que pudo y le dio un beso con ruido a su mamá.
— Ahora Juan descansa en paz querida — le dijo, poniendo una mano sobre otra, y las dos sobre el pecho.
Su mamá movió la cabeza arriba y abajo, pero no le contestó. Camilo se frotó el cachete que todavía le dolía, y pensó que era bueno que su papá descansara. Hacía tiempo que estaba siempre con cara de cansado, y se pasaba casi todo el día en la cama. Lo raro era que más temprano, mientras le abrochaba la campera para salir de la casa, su mamá le había dicho que su papá se había ido de viaje, un viaje largo. A lo mejor ya se había cansado de viajar y había parado para dormir un rato.
Camilo aprovechó que la señora seguía hablando muy fuerte y que su mamá la miraba con la cara quieta como cuando jugaban a quién parpadeaba primero, se bajó de la silla y comenzó a caminar. Estaba cansado de estar sentado, así que decidió recorrer la habitación. Había mucha gente que no conocía, pero también casi todos sus tíos y primos. Siempre había alguien entrando o saliendo, pero la gran mayoría estaban sentados en las sillas repartidas por toda la pieza. Algunos tomaban la merienda en tazas chiquitas y otros hablaban bajito. Él caminaba de un lado a otro y cada tanto alguien le acariciaba la cabeza o le daba un beso en la frente. Una de sus tías lo alzó y lo sentó sobre su falda. Él movió con fuerza las piernas y los brazos hasta que lo volvió a apoyar en el suelo, mientras le decía a su tío que pobre Juan, que era muy joven para estirar la pata así. Camilo, una vez libre, se dirigió a la puerta caminando con las piernas rectas, haciendo lo posible por no doblar la rodilla. No era tan difícil, y eso que él también era joven.
Llegó hasta la puerta y la empujó con todas sus fuerzas, pero se mantuvo en su lugar. Volvió a empujar, y esta vez se abrió hacia afuera. Alguien aprovechó para entrar, esquivándolo. Él salió al pasillo alfombrado, donde había gente pero menos que adentro. Los que estaban ahí no parecían tan tristes. Hablaban un poco más alto y a veces incluso reían, aunque después de un rato volvían a quedarse en silencio. Dos de sus primos más grandes charlaban sentados en el piso mientras se pasaban un cigarrillo como los que fumaba su papá, aunque olía más a cuando su abuelo cortaba el pasto del fondo de la casa. Se acercó a ellos. Uno lo codeó al otro y le preguntó si quería ir a ver el fiambre, pero cuando lo vieron llegar se callaron. Después le sonrieron y le dijeron si su mamá sabía que él estaba paseando por ahí solo. Tenían razón, mejor volvía con su mamá. Alguien lo alzó y se lo llevó de vuelta a la habitación, no sin antes retar a sus primos por estar “fumando esa porquería acá”.
Las manos que lo habían trasladado lo depositaron de nuevo en la silla junto a su mamá. La señora que olía fuerte se había ido, pero su mamá seguía con la mirada perdida como cuando él miraba los dibujitos mientras tomaba chocolatada. Alguien se acercó y la ayudó a pararse, señalándole un hombre con vestido largo y negro que acababa de entrar. Ella miró para todos lados. Vio al señor, y luego lo miró a él. Lo tomó en brazos y lo apretó con fuerza. Un calor le llenó el pecho. Fueron caminando lento hasta la otra punta de la habitación, que Camilo aún no había recorrido, donde había una mesa de madera angosta y larga. El hombre de vestido se paro en una de las puntas de la mesa y empezó a hablar con voz grave. Él no entendió mucho, porque primero le dijo a su papá “hermano” pero después lo llamó “hijo”. Después de varias otras cosas dijo que su papá ahora estaba en el cielo, y Camilo lo imaginó con alas y pico de pájaro, lo que lo hizo reír. El señor de vestido negro habló unos minutos más. Todos bajaron la cabeza, dijeron algo en voz baja y se empezaron a ir. Los que pasaban cerca le daban besos a su mamá y a él. Algunos le revolvían el pelo. Su abuela los abrazó un rato largo y le llenó el pelo de olor a jazmín.
Cuando todos se fueron ellos se quedaron ahí parados, quietos. Su mamá lo apretó contra su pecho. Sintió la parte de arriba de su cabeza mojarse. Él no terminaba de entender del todo lo que sucedía, pero estiró los brazos lo más que pudo alrededor del cuello de su mamá y le dio un beso cerca del hombro. Ella dijo algo que él no llegó a escuchar. Supuso que a eso se refería la gente con que todo iba a estar bien.
Yo lo gasto como quiero
-¿Me escuchó señora?- me dijo.
Y no, no lo había escuchado. La verdad, había dejado de hacerlo hacía rato ya, por lo menos desde que dijo algo de meses, o un año a lo sumo. De ahí en más nada de lo que salió de su boca siquiera pasó cerca de entrar a mis oídos y de ahí convertirse en impulsos eléctricos que mi cerebro registrara como palabras válidas. Nada. Cero. Absolutamente todo en la habitación dejó de tener la más mínima importancia. Me encerré en mis propios pensamientos, atada en un loop que probablemente mi psicóloga hubiese descrito como intoxicante o alguna palabra rara de esas que le gusta usar.
Creo que lo único que me hizo volver a escucharlo fue el uso de la palabra “señora”. Sobre todo porque me pareció injustificado que me llamara así: no podía ser más de cinco años mayor que él. Aunque tengo que admitir que su aspecto era el de uno de esos jóvenes que terminan todas las etapas de la carrera de medicina en tiempo record y asumen que todos sus pacientes son mucho más viejos que él. Además, imagino que la oncología es de esas especialidades en las que uno espera que sus pacientes sean lo suficientemente grandes para que la perspectiva de la muerte no los tome demasiado desprevenidos. Pero a mis treinta y cinco años, sin dudas mi caso debía ser más la excepción que la regla. O tal vez no, pero pensar eso me ayudaba a que la autocompasión fuera más fácil de abrazar.
¿Cómo había dicho? ¿Probablemente seis meses, y como máximo un año? Sí, algo así era. Como máximo un año. Ahí dejé de prestarle atención. Un año, imaginate eso. Doce meses. Trecientos sesenta y cinco días. Trescientos cincuenta y nueve en realidad, porque fue la semana pasada. Me lo dijo así nomás, como cuando el verdulero te dice el precio de los tomates. Están treinta pesos el kilo doña. Ah, y además le queda un año de vida. Así nomás. Un cartero que te trae la tarjeta de débito, te da el paquete, te alcanza una birome y te pide una firma. Le firmás y ya se fue casi antes de agarrar el papelito. No lo culpo, calculo que es la única forma de sobrellevar un trabajo así. No debe ser nada lindo andar diciéndole a la gente que se va a morir. O por lo menos que lo va a hacer pronto, porque no es que nadie ande pensando que le puede esquivar a la muerte. Así que tratarlo como un trámite debe ayudar. Capaz si a mi me tocara hacer ese trabajo, haría lo mismo. O capaz por eso no podría hacerlo, porque no lo soportaría, me pondría a llorar y el paciente me tendría que terminar consolando a mí. Imaginate, se está muriendo y encima tiene que consolar a la pelotuda de la médica que no se aguanta decirle que se va a morir. Debe ser por eso que trabajo en una oficina con los auriculares injertados en las orejas durante ocho horas.
Después de eso me dio un par más de indicaciones que hubiese jurado que les presté atención pero que olvidé apenas salí del sanatorio, me saludó con un apretón ligeramente más cálido que el que me dio cuando llegué y me dijo que no dudara en llamarlo o escribirle por cualquier cosa. Debe ser que ahí se le escapó un pedacito de humano. Pobre, tampoco tiene la culpa de que su trabajo sea tan horrible.
Así que nada, acá me ves, andando por la vida con un cartelito en el medio del pecho que dice “Consumir preferentemente antes de septiembre de dos mil veinte”. Soy un pote de yogurt. Una leche larga vida en realidad, con un tumor en la cabeza del tamaño de una frutilla. Pero de las cojudas, las de Coronda, como las que compraba mi viejo siempre que viajaba por trabajo y se pasaba dos o tres semanas yirando por ahí. Pero siempre volvía con frutillas. Aún cuando no era temporada. Debía tener algún conocido que le guardaba en una cámara refrigerada para que siempre pudiera traerme. Y siempre eran riquísimas. Se me deshacían en la boca. Capaz las recuerde así porque era muy chica, y viste que dicen que una tiende a idealizar la infancia. O eso es lo que me dice la psicóloga. Aunque te digo la verdad, entre nos, nunca la banqué demasiado. Ahora al menos no tengo que seguir yendo, porque, para qué.
Bueno, perdón que me fui tanto por las ramas, me olvidé en qué estábamos. Ah, cierto, te había disparado en la otra rodilla. Así que con eso están las dos. Se sintió bastante bien, debo admitirlo. Supongo que hace un tiempo no lo hubiese hecho, pero dadas las circunstancias, me pareció que el momento era propicio. Ahora siento que tendría que recordarte que si volvés a ponerle un solo dedo encima a mi hermana la próxima voy a tener que ser un poco más firme, y bla bla bla, pero sabés qué, estuve mirando mi agenda y probablemente no tenga demasiado tiempo para hacer eso. Prefiero gastar lo que me queda en cosas más importantes que vos. Así que vamos a cerrarlo acá. Fue todo un desagrado haberte conocido. Lo único, dejame que me aleje un poquito, que no quiero que me caigan pedacitos de cerebro encima. Ahí está, ahora sí.
Ignacio Llanes
Nació en Rosario en 1991. Aprendió a leer a los 4 años, más de porfiado que otra cosa, y no paró. Estudió dos años de matemática y terminó recibiéndose de publicista. Escribe para habitar los mundos que lo habitan.
