Días grises
El brilloso tintineo sobre las chapas de zinc me recuerdan a aquellas tardes de niños con mis hermanos, cuando las palanganas y baldes recibían en una hermosa danza acuática las gotas que se escurrían entre los hoyos del techo.
Se nos iban los ojos a través de los vidrios llorosos para ver caer aquellas lágrimas plateadas que trazaban líneas azarosas directo al barro del patio.
Era para nuestros ojos nuevos una gran obra en el teatrillo de la ventana de la pieza.
El croar de las ranas festejando con adoración la llegada del elixir de la vida que caía sin tregua, agregaba tonos graves al son musical de aquella gloriosa orquesta.
Las tardes se estiraban como chicles. Sin pelota, sin carreras, sin barriletes, los juegos eran quietos, sosegados como la calma que imponía aquel ritmo acurrucador.
Tirados en el piso de cemento, bordeados por las palanganas, improvisabamos partidos con figuritas del mundial ’78, algo ajadas por el manoseo pero no por eso menos hábiles para el dribling o el tiro certero al arco imaginario. En eso estabamos horas, partido tras partido, tirados en la frescura húmeda del piso.
A mediaterde, un exquisito aroma conocido se esparcía por las piezas. Las tortas fritas de mamá eran infaltables cuando el cielo caía en millones de pequeñas escamas perladas. Ese perfume era capaz de despertar hasta a los muertos.
Así transcurrían las tardes…, varias tardes.
El agua ya se había tragado a los yuyos más cortos. Los charcos del patio de a poco se convirtieron en pequeños lagos, donde sólo jugaban los sapos y nadaban las ranas.
Al poco tiempo aquellos pequeños lagos, alimentados por la incesante cortina diamantada se transformaron en una gran corriente que se fué uniendo al río lindante al pueblo mientras iba subiendo por las callecitas hacia el centro del pueblo.
En menos de lo que logramos agarrar alguna ropa, la correntada desbocada del río entraba sin permiso a la cocina, esquivando los ladrillos sueltos que había puesto papá bajo el dintel de la puerta, improvisando una precaria represa. Luego llegaría rauda a las piezas anegando toda la casa.
Las figuritas del mundial ́78, levantadas del piso por el agua, nadaban a brazo partido a favor de la corriente y se perdían en el tumultuoso torrente.
A los pocos metros de nuestra casa, empapados hasta las orejas, temblando como hojas secas ante una suave brisa otoñal, una canoa de algún vecino nos recogía y nos depositaba sobre un piso seco.
En esa tarde fatídica descubrimos que aquello tan placentero y acongojador en esos días grises distintos a los demás, se había transformado en un miedo oscuro, sin límites.
De allí en más, cuando se preparaban los nubarrones para derramar su carga traicionera sobre aquella nuestra humilde casa, lo primero que hacíamos era calzarnos las botas para agua y emponcharnos de pies a cabeza.., y así subirnos a las camas desvencijadas por la inundación.
Y esperar, sólo esperar a que pasara.
Fetichismo
La bala sale del cañón del revolver sudando la sangre que presiente.
Recorre la humareda que será su breve preludio y su efímero pasado.
Solo se nace una vez.
La vertiginosa y traumática salida del cálido reparo maternal hacia el mundo, es casi un augurio.
La bala corta el aire fresco, sube su temperatura.
Como madurando de golpe, deja caer el cartucho que acunó parte de su esencia vital, que le dió esa potencia de saeta.
Al instante se ve su reluciente desprotección.
Estira su masculino glande ávido de carne tierna.
La intemperie es y será su existencia. Para ese lapso de tiempo fué creada. Ese es su recorrido útil.
El sentido que pensó el tirador.
La bala baila en el espacio recorrido, el que le queda antes del impacto.
Imperceptible, invisible a los ojos de las multitudes danza en su ritual a San la Muerte.
La bala golpea dulcemente la carne virgen esperada y deseada. Se abre paso en su interior. Busca su arrullo. Se aloja.
El destino es su historia irrefutable. Es el viaje y las circunstancias. La estación terminal.
La bala mata y muere en su gloria.
El cuerpo inerte y el tirador, son nada.
Jorge Eduardo Izquierdo
Nombrado y apellidado Jorge Eduardo Izquierdo, e inevitablemente apodado “el zurdo”, nacido en San Ramón, con una hermosa infancia en Fray Marcos, un pueblito casi desconocido de la República Oriental del Uruguay. A los 12 años “exiliado político” traído a la gran ciudad de Rosario donde recorrió caminos artísticos diversos: artes visuales, percusión y mucho tiempo de escrituras escondidas.
