Macarena Villalobo
La mirada del techo en el último parpadear
Sobre mi frente no pesaba nada más que el desagüe de una cañería rota.
Hacía cinco días que recostaba mi vientre apuntando al techo, observando manchas de
humedad.
Hacía cinco días que repetía el mismo circuito. Iba a la cocina, levantaba el mentón y me acostaba en el piso a merced de una gran mancha. Cada día conllevaba más minutos de observación sin resolución. Las manchas crecían. Yo miraba. Las manchas chorreaban. Yo duraba.
El techo blanco se esparcía a sí mismo cada día un poco más. Cambió a verde. Y de verde a amarillo.
Las gotas no me dejaban pensar.
El primer día imaginé la podredumbre cayéndose hacia arriba, como si su esquema de colores estuviese al revés. Pero hoy, la amplitud de sus formas llegó a despabilarme de maneras inéditas. Crecía más y más sobre mis ojos y cada vez que pestañeaba no llegaba a absorber con la mirada la totalidad de sus poros, de su textura, sus colores, su olor. Su presencia. Su presencia me incomodaba.
Cuando se hacía más grande, una gota descendía más sonora cada vez como si quisiera hablarme. Esa idea me mantenía despierta y fascinada. Creía entender lo que quería decirme, pero el entrecerrar de ojos me hacía perder la conversación.
Decidí no volver a pestañear.
Noté que una nueva mañana se posaba detrás de mi cabeza, podía escuchar el sonido terrorífico de las aves anunciándola. Pero no podía verla, girar mi cervical fue imposible. Los únicos músculos que se movían estaban a disposición de Eso.
Pensé que quizás si moviese mis dedos mi concentración se dispersaría a la idea de mantenerme móvil, pero mis sensaciones cognitivas no llegaron hacia mis articulaciones.
Estaba suma y completamente capturada por el vacío, completo yaciendo sobre mí. Creciendo en su exterior circular como un tornado de cromas arriba mío.
Me urgía moverme. O pestañear. Pero cada intento resultaba fallido, quería seguir viendo más y más. Absorberlo con mis ojos completamente.
Intenté pautar reglas claras que pudiera seguir para agilizar mi cambio de estado.
No podía mover mis manos pero sí mis pupilas hacia mis manos. Esto implicaba quitar mi inquietud de donde estaba puesta y arriesgarme a que el próximo direccionamiento de mis ojos al techo pueda ser el último.
Las paredes como espejos se volvían más oscuras y verdes. El piso era lo único manteniéndose estable. Manteniéndome estable.
Decidí no mirar.
Escuché mi garganta quebrarse. Los dientes habían estado rechinando en el intento de tomar una bocanada de aire.
El estruendo fue interno, como atragantarse con un caramelo. Excepto que lo que saboreé no era dulce. Ni salado.
Parpadeé. Cerré mis ojos por un instante.
Inmovilizada sentí cómo algo recorría mis pies. Se trasladaba a través de finas patas. Las vi. Se movía con patas delgadas que conté en un total de cinco. En su gama de color negro se desprendían tiras grises y blancas como extremidades. En escamas amarronadas que se volvían amarillas deposité mi pudor y observé cómo se acercaba lentamente a mi pecho.
La opresión fue sórdida y penetrante.
Rasgó mis pieles con la terminación de su cuerpo que eran las más filosas. Hurgó mis tripas y dejé de sentir.
Pero mis pupilas seguían abiertas. Y pude ver cuando se alejó de mi pecho cayendo hacia un lado. Derrumbándose satisfecho con lo que había obtenido de mi centro toráxico.
Sus colores se desvanecieron como acuarelas. Toda la nubosidad que tenía ante mis ojos me fue atrayendo como un cáliz.
Lo único que perduró fue el color rojo intenso, derramándose de sangre. Se tragó su propia creación.
Macarena Villalobo
Nació en Rosario en el año 1996. Estudió psicología en la UNR pero su vocación la encontró en las artes escénicas. Además de actuar disfruta ver películas, cantar y escribir.