La máscara de la bestia

Anda por las calles de Rosario. En una camioneta gris o blanca. Con anteojos o sin ellos. Con un cómplice o solo. A veces, viste jeans y zapatillas. A veces, viste un traje negro.
Sucedió en un barrio de Rosario, pasando el Boulevard 27 de febrero. Un barrio como muchos otros. Una tarde a la hora de la siesta, Leonella iba a salir de su casa para comprarse un perfume. Había estado juntado unos pesos cuidando a los bebés de algunas vecinas. Ese día era su cumpleaños.
—No tardes Leo, —le dijo su mamá —en un rato vienen tus compañeros y compañeras. Ya tengo casi todo listo.
—En un ratito vengo, no te preocupés —respondió la nena con una sonrisa que le iluminaba la cara y todo lo que la rodeaba.
En realidad, Camila no tenía por qué preocuparse. Leonella era muy prudente. Por eso, las mamás del barrio le confiaban a sus hijos para que los cuidara. Además, ni siquiera tenía que cruzar la calle para ir al negocio. Con ese pensamiento tranquilizador, se puso a decorar la torta. Ya tenía preparada las once velitas que la Turca, su amiga y vecina hacía varios años, le había llevado esa mañana.
Transcurrieron unos minutos. Ya estaba por ir a la puerta para ver si volvía la nena, cuando escuchó gritos que venían de la calle. Salió corriendo a la vereda para enterarse qué estaba pasando.
Alguien se había llevado a Leonella.
—¿Cómo que alguien se la llevó? ¿Quién se la llevó? —preguntó Camila desesperada.
—Fue una camioneta blanca —dijo el verdulero que había estado barriendo la vereda en ese momento.
—¡No, fue una camioneta gris! —exclamó José, uno de los vecinos que estaba arreglando la entrada de su casa.

Algunas personas afirmaron que el conductor llevaba anteojos. Otras, que no los llevaba.
—A mí me pareció que eran dos hombres, el que manejaba y otro que agarró a Leo, ¡qué reverendos hijos de la mierda! —expresó con vehemencia Lucía, la panadera.
Camila lanzó un grito, y tuvo que tomarse del brazo de su amiga para no caerse al suelo.
—¿Alguien vio la patente de la camioneta? ¿Sacaron una foto? —preguntó la Turca. No, nadie pudo hacer nada, pasó todo muy rápido.
Mientras estaban en la vereda tratando de poner en claro lo que había sucedido, apareció una compañera del colegio de Leonella con una zapatilla en la mano.
—Camila, encontré esto acá a la vuelta, es de Leo, ¿no?
Entre la panadera y la Turca entraron a Camila a la casa. La hicieron sentar y Lucía le alcanzó un vaso con agua, pero no lo quiso tomar. ¡Qué me la devuelvan a la nena! —repetía desconsoladamente entre lágrimas. Había visto por televisión el destino que sufren las chicas que desaparecen. No, no le podía estar pasando eso a su hija. Leo era la mejor alumna de la escuela. Le estaba enseñando a leer y a escribir porque ella no había tenido la oportunidad de hacerlo. Pero Leonella sí tenía oportunidades. Soñaba ser fotógrafa y viajar por el mundo, y tomar esas fotos maravillosas que se publican en las revistas.
—Ya va a aparecer, Cami —le dijo la Turca tratando de consolarla—. Tenés que ir a la policía. Yo te acompaño, vamos.
En la comisaría se mostraron bastante reacios a tomarle la denuncia.
—Señora, ¿está segura de que su hija no está por ahí?
—No señor, le dije que los vecinos vieron que se la llevaron —expresó Camila llorando.
—Tengo que insistir, ¿no estará con algún novieci…
—¡Tiene once años! —lo interrumpió la Turca con bronca. Para ella, Leonella era su sobrina aunque no las uniera la sangre.
A la mañana siguiente cuando fue a llevar unos escombros al volquete, José encontró el cuerpo de una criatura. No tuvo el coraje de ir primero a buscar a Camila, y caminó hasta la casa de la Turca para avisarle. La tía del corazón se dio cuenta de que era Leonella por la remera que llevaba puesta, una remera color turquesa que la nena había tenido guardada para estrenar el día de su cumpleaños.
Camila tuvo que ir a la morgue para reconocer los restos de su hija. Las vecinas aprovecharon su ausencia para ir a su casa y quitar los globos que todavía colgaban del techo. También se llevaron la torta con las velitas.
Anda por las calles de Rosario. En una camioneta gris o blanca. Con anteojos o sin ellos. Con un cómplice o solo. Cumple con sus deberes. Se levanta a la mañana para ir a trabajar. Paga sus cuentas. Toma una cerveza con sus amigos.
Mientras tanto, hay una madre con un grito instalado en la garganta. Un grito que la sofoca. Un grito que la está matando día tras día.
Anda por las calles de Rosario. A veces, viste jeans y zapatillas. A veces, viste un traje negro. Viste de hombre. Parece un hombre. Camina, habla, ríe. Abraza a su esposa. Y con esas mismas manos que agarra a sus presas, toma las manos de sus hijos y cada domingo los lleva a la plaza.

El ruido sin nombre

Aparecimos en una montaña. Éramos siete. Nadie recordaba cómo habíamos llegado. Nuestras mochilas tenían provisiones para unos días. Quizás en una semana llegaríamos a la base. Mirábamos hacia abajo y un grupo de cabañas diseminadas en la pradera nos daba la esperanza de cumplir nuestro objetivo.

A la tarde llovió. Uno de los hombres del grupo señaló una cueva, socavada en la montaña a lo largo del tiempo. Nos dirigimos allá, siguiendo al hombre que la había descubierto. Una de las mujeres tomó una botella vacía y la llenó con el agua de lluvia. Un par de segundos después, todos y todas hicimos lo mismo. Cuando alguna persona iniciaba una acción, esta era repetida por el resto del grupo, sin cuestionar.

Caminamos largo rato y decidimos tomar un descanso. Esa noche, nos protegimos del frío alimentando una fogata. Escuchamos un ruido, pero no pudimos determinar de qué animal provenía. Decidimos entonces tomar turnos para hacer guardia. A la mañana siguiente, notamos que el último centinela había desaparecido. Pensamos que se había ido a hacer una caminata ya que había dejado sus pertenencias. En nuestras mochilas, los víveres faltantes habían sido repuestos por otros, como por arte de magia. Observamos también que nos encontrábamos a la misma distancia de la base de la montaña, a pesar de haber avanzado bastante el día anterior.

No nos desalentamos, seguimos caminado. A la noche, encendimos el fuego y dispusimos los turnos de la vigilia.

A la mañana siguiente, faltaba otro centinela. Había dejado su mochila. Nuestros víveres habían sido repuestos nuevamente. Nos encontrábamos en el mismo sitio, sin haber avanzado un centímetro.

Pasaron un par de días. Llovió en dos ocasiones más. Encontramos la cueva y cargamos las botellas con agua. El ritual impuesto de situaciones se perpetuaba. Escuchamos el ruido sin nombre. Montábamos guardia y desaparecía alguien. Seguíamos en el mismo lugar.

Ahora, llegó la noche y acá estoy, sola, alimentando la fogata para protegerme del frío.

 

La revelación

Corría el año 2250 y la quinta generación de clones habitaba la Tierra. Hacía trescientos años, el Consejo superior había decretado que se aboliera el derecho más primordial: el orgasmo. En el Centro de detenciones se realizó una exhaustiva programación neurolingüística y un sofisticado dispositivo, implantado detrás de la oreja, permitía identificar a los que violaban la legislación. También se prohibió todo tipo de unión sexual y arte que exaltaran los sentidos. El universo entero acató este nuevo modelo. Los insubordinados que quebrantaron la ley perdieron un ojo o una extremidad, otros la vida.

Azalea Atuel era una piloto que viajaba más allá de los confines de nuestra galaxia. Pero, como le ocurría a otros seres, había un espacio que nunca había podido revelar: el de su propio cuerpo. Un comandante del Consejo le asignó llevar unos documentos a la galaxia Messier 101, en la constelación de la Osa Mayor.

Al cabo de seis meses, enuna noche lluviosa, la joven llegó a Íbranoc, capital del país más próspero de uno de los planetas de aquella galaxia. Se hospedó en el hotel que el Consejo superior le había reservado. Se encontraba a 25 millones de años luz de distancia de la Tierra y la señal del implante delator podría fallar. Sin embargo, Azalea debía ser leal a su juramento: “No gozaré de mi cuerpo ni ejerceré gozo en otros”.

A la tarde siguiente, aprovechó que tenía un par de horas libres para visitar un museo. Había dos muestras, una retrospectiva de un artista local que pintaba flores hiperrealistas y la de una joven promesa local que hacía arte abstracto. Un empleado se acercó para darle el catálogo. Azalea notó que el joven tenía un brillo en los ojos, inusual e insistente, que le gritaba cautelosamente que estaba vivo.

En su habitación, Azalea abrió el catálogo. Entre sus páginas, encontró una misiva del S XIX que una mujer japonesa llamada Akane le escribía a Pierre, su amante francés. Comenzaba así:

“Amado mío, no abras los ojos y tendrás mis labios. Sentirás el calor de mis labios”.

Azalea sabía que lo que estaba leyendo era ilegal y tendría consecuencias. Pero, su curiosidad venció el miedo. Y siguió leyendo.

“Te deslizarás debajo de mí, y aferrarás mis caderas y te moverás dentro de mí lentamente. Y nadie podrá borrar este instante que sucede, echarás la cabeza hacia atrás gritando y yo también gritaré. Y ese instante existirá, de ahora en adelante, existirá hasta el final”.

Azalea sintió que los arquetipos de la mujer original que le había dado su ADN eclosionaban desde su interior. Decidió buscar al muchacho que le había dado el catálogo. ¿Habrá vivido él ese goce instantáneo que experimentó Akane y relató en su breve carta?

A la mañana siguiente, Azalea soltó su rojiza cabellera y se dirigió al museo. Le preguntó al joven si la recordaba. Él negó con la cabeza.

—Me diste un catálogo especial, insistió Azalea.

—No sé de qué me habla, respondió el muchacho inclinando la cabeza hacia el hombro izquierdo.

La joven advirtió entonces que un hombre de anteojos y traje oscuro los observaba.

—Si recordás algo, estoy en el Hotel de la Unión hasta mañana.

Resignada a no tener más revelaciones que ese papel que había resistido milenios y censuras, la muchacha preparó su equipaje y se acostó a dormir. A las dos de la mañana, una mano tibia le tocó el hombro.

—Shhhh tranquila, soy yo.

Era el joven del museo.

La urgente geografía de Azalea fue explorada por el muchacho y, cuando el rocío cubrió las calles de Íbranoc, la joven tuvo la revelación del instante que describía la mujer japonesa en la misiva.

A la mañana siguiente se despidieron mirándose a los ojos, sin decir una palabra.

La muchacha se dispuso a abandonar el hotel para emprender el viaje de regreso. Bajó al vestíbulo sin percibir el peligro inminente. El hombre de anteojos y traje oscuro se encontraba junto a la puerta, listo para detenerla.

El Consejo superior de la Tierra decidió no deportarla, era demasiado gasto. El castigo de ese delito era la pena de muerte, sin ningún proceso judicial, pero los miembros decidieron darles un escarmiento a todos los habitantes y montaron un breve juicio. Desde la comodidad de sus hogares y con solo sintonizar la cadena intergaláctica transmitida desde Íbranoc, el público morboso pudo ver cómo los ojos de Azalea se cubrieron de terror al recibir la inyección letal.

El empleado del museo también fue ejecutado, pero no se hizo público.

El orden fue restablecido y pasaron los meses. Antes de terminar ese año, en la galaxia NGC 4656, cuatro parejas emularon a los desdichados amantes de Íbranoc. Al año siguiente,otras quince copularon en la primavera meridional de Marius, el planeta más conservador de Andrómeda. El 28 de junio, dos muchachos tenían sexo en un planeta con dos soles en la galaxia NGC 6753, al mismo tiempo que dos muchachas alcanzaban el orgasmo en una playa de Artemisa, en la Constelación de Orión.

Después de muchos intentos, algunos rebeldes lograron neutralizar la alerta del implante. Esto permitió el inicio de la resistencia organizada, que reconocía a Azalea Atuel como el germen de la lucha por el placer. En los cielos de todos los planetas de todas lasgalaxias, los revolucionarios proyectaban la imagen con el rostro de la joven, donde se la veía con un brillo en los ojos, inusual e insistente, que gritaba desde el firmamento que estaba viva.

Insanos deleites

Salí de la clínica y empecé a caminar. Sentí tu olor que germinaba desde algún lugar, al principio tenue, pero a medida que le ganaba pasos a la vereda, cada vez más penetrante. Te perseguí, valiéndome de tu aromática señal, sorteando los obstáculos del camino. Allí estabas. Esperándome. Tentándome desde una vitrina. Quise huir, pero no pude. Estaba desamparada y cautivada por tu encantamiento.
Blanco.
Bello.
Puedo vislumbrar que ocultás un cuerpo blando y apetecible bajo tu crujiente corteza.
Doy un paso hacia atrás. Creo que te escucho decir: “¡Devoráme!” Confirmo que mi embeleso me empuja hacia la frontera de mi sensatez. “¡No puedo!”, expreso con desesperación. “¡Tocáme!”, insistís sensualmente. “No puedo”, te repito, “si te rozo apenas con mis dedos y los llevo a mis labios, me vas a contaminar en el acto”. Es inútil, reiterás tu propuesta. “¡Basta!”, te digo, aunque mi voz ya no es tan firme. Una mujer se pone a mi lado mirando hacia la vidriera. Al ver que hablo sola, se va. Mejor. No quiero que entre, te elija y te lleve. Dejo de respirar por un momento. Al inspirar de nuevo, tu fragancia me acorrala, me penetra, me invade. Mi pulso se acelera. Cierro los ojos. Imagino en mi boca tu cuerpo blando, blanco y bello cercado con mis secreciones. Con el corazón como un caballo desbocado, con mis fluidos derramados y mi boca ávida, doy un paso. Y luego otro. Al tercero, estoy adentro del negocio.
Me dirijo hacia el mostrador. “Es autoservicio”, me dice la cajera. Me doy vuelta y me quedo unos instantes mirándote. Me acerco, te asedio, te limito. Esta noche, después de haberme saciado, atenderé los estragos que tu ardor me causa.

Marcela Pasqualini

Nació en Rosario. Es traductora de inglés y trabaja traduciendo y editando textos de distintas disciplinas. Estudió Bellas Artes en la UNR, una de sus pasiones, junto con la danza. Le gusta leer y escribir cuentos fantásticos. Ha participado de concursos literarios y de antologías para editoriales de Buenos Aires.