María Rosa Gianello

Agasajo

En calle Leopoldo Herrera los vecinos comenzaban a llegar a sus casas. Un cielo tibio, de un rojizo aletargado anunciaba el atardecer. Me esforzaba en terminar un programa para una concursar  cátedra. El ingresó por la puerta principal, animado y entusiasta. Depositó su maletín en el escritorio y puso a los Olimareños. Retumbó el teléfono. Desde el comedor y por su actitud conciliadora, intuí que era ella desde Buenos Aires. La conversación entre padres divorciados cerró con el acuerdo por festejar otra vez el cumpleaños del hijo de Alberto.

La madre del adolescente se estaba separando de otro marido. Perturbada por ese trajín, Georgina había logrado mediante llamadas telefónicas imponerse : volver a reunirnos en Monte Caseros para un segundo encuentro donde incluía a Román, el marido actual y del que se estaba alejando, repitiendo una celebración anterior en su propia casa en Buenos Aires.

Luciano, el hijo homenajeado, siempre con una rara mezcla de apatía y resignación, parecía no desvelarse por la situación aceptando pasivamente las misivas de su madre. 

Así las cosas y al cabo de unas horas, una olla de aluminio robusta y voluminosa burbujeaba expectante en nuestra cocina. Él preparaba una buseca en un junio álgido y anubarrado escuchando a Alfredo Ávalos. Nuestra casa tenía más de 700 discos de vinilo, viejos casetes y música de todos los géneros. El era un melómano, lo admiraba por eso.

No colaboré, ni siquiera en picar la cebolla.

Vivíamos en Ubajay, tendríamos que acarrear la buseca en el auto, acepté sin hacer ningún comentario. Mientras Alberto agregaba todos los colores de porotos y salpimentaba la salsa, caminé de un lado a otro por el extenso comedor. Mascullé el disgusto por su consentimiento. Era un silencioso modo de reprimenda; el que yo me permitía, la actitud parecía no molestarle o era muy bueno en disimularlo.

En Monte Caseros, el familiar encuentro, lo que hoy se denomina “familias ensambladas” era en la casa de Estela, la ex-suegra de Alberto, que junto a su madre y dos tías sin hijos constituían un cuarteto explosivo. Alcira su madre, Amanda y Teresa las tías, lo abrazaron como a un niño,

– hola mi amor, que suerte que llegaron-

La cena transcurrió entre risas y conversaciones forzadas. Los invitados se esmeraban por pasarla lo mejor posible y colaborar con la disposición de platos, vasos, cubiertos, sillas y otros menesteres; finalizando, un dolor agudo y desesperante me punzaba las tripas.

Fui al baño. No habíamos comunicado a nadie la novedad. Preferíamos esperar.

Sentada en el inodoro incliné la cabeza hacia abajo y puse las manos en el piso. Respiré hondo,   intentando generar buenos pensamientos, esperando que la sensación de malestar se disipara. Empecé a rezar. El tormento lejos de retirarse se acrecentaba con mareos y un ardor en la boca del estómago.  

Salí del baño a la rastra. A tientas me acosté en un sillón verde, esos largos de los años sesenta.

Se acercó mi compañero – ¿qué te pasa Eugenia ?

– estoy descompuesta- respondí levantando la vista.

Los demás conversaban, reían, degustaban el postre.

Al percatarse de la situación, él reaccionó buscando la ayuda de Javier su hermano, que preparaba las copas y la torta junto a su esposa. Estaba casado Sonia, quE permanecía con los demás sin notar lo acontecido. Era una mujer de frases irónicas, siempre disgustada en éstas tertulias familiares. Entre la diversidad y la multitud, no habíamos tenido ocasión de conversar,

_Lo mejor que pudo hacer es morirse_ me había confesado una vez, en alusión a la institución matrimonial y a la repentina muerte del padre de Alberto, algunos años atrás.    

Con la sola compañía de Javier sabíamos que hallar atención médica un sábado a la noche era casi una epopeya. Los demás no se inmutaron. Cruzamos la puerta, tomándome de los brazos me subieron los dos al auto.

¿Y dónde vamos ahora a las dos de la mañana? Nos preguntábamos.- Vamos al Garay directo- dijo Javier atónito, sin comprender nada. La dueña de casa y algunos invitados nos despedían afuera. Alberto le dijo algo a su hermano por lo bajo. Nos fuimos.

En el Sanatorio nos recibió un empleado y después un séquito de enfermeras.

-Tiene obra social?

– Me subieron a una camilla. Tenía frío. Mucho frío. Médicos no había.

Las mujeres se pusieron nerviosas, “hay que ver si es un problema gastroenterológico o ginecológico”, dijeron a partir de los balbuceos de Alberto.

Mi cuerpo era un tembladeral. Podía sentir la gélida escenografía mientras me acunaban transitando con celeridad el ascensor y los pasillos. Todos eran presa de un nerviosismo inusitado.

Pedí que me abrigaran. Una frazada de lana, una segunda, una tercera. Los pies insensibles, hormigueantes, entumecidos, rogaban clemencia. No sé de dónde me venía la idea de que cuando uno va a morir, tiene frío.

Llegó el Doctor.

Después de examinarme, sacándose el guante sanguinolento expresó “hay que operar ahora”. La doladera había llegado a su fin. Enfermeras dulces y afables me preparaban para inyectar suero, porque” vas a sala de operaciones, sabes mi amor”. Apoyé las palmas y enderezando la columna, dije no! llamen a Alberto y al médico. Me sentía desvalida y en un entorno amenazante. Abrí grande los ojos, quiero ir con mi especialista en Ubajay dije; él era añoso y experimentado, un encanto de persona.

El profesional del Garay accedió asignando todas las indicaciones “llevala con el asiento reclinado, después que se acueste y urgente llamas al colega! te digo que sí porque es cerca, si me decís que vas a Chubut ni loco te dejo ir” puntualizó.

El hombre que había elegido para compartir mis días era farmacéutico, conocía el ambiente. Resolvió no contradecirme y satisfacer mi deseo emprendiendo la riesgosa tarea de regresar a casa un domingo a la madrugada. La celebración, borrada, ni siquiera fue un recuerdo. Salimos del pueblo presurosos, sin despedirnos de nadie.  

Eran las cinco de la mañana, una aurora gratificante se anunciaba tras los cristales. Alberto manejaba intentando guardar la cordura, de vez en cuando giraba la cabeza y miraba el suero que llevé puesto, ejercitando una especie de retiro espiritual.

Obligados a sublimar la pena, sin decirnos palabra, pactábamos una tregua. Otra vez será.

Universo indolente

Pensalo bien antes de dar ese paso, que quizá mañana acaso, no puedas retroceder, tarareando jocosa a modo tanguero apuntaba  Zulma  a  Graciela. Contorneando  el cuerpo , moviendo los brazos mientras cambiaba la yerba, Zulmita para los vecinos, trataba de disipar el apremio de su vecina por construir el cuarto de arriba de su casa en tiempos de desbarajustes económicos.

Zulma era de esas mujeres que se permitía disfrutar de las mañanas sin horarios. Levantarse sin ruidos de despertador, aprontar el mate, regar las plantas, encender  la computadora, leer algunos diarios y entrar a las redes. Envenenada con el partido gobernante, cada vez que podía  escribía unos insultos solo reuniendo las mayúsculas de cada palabra, letras que repetidas asestaban  los ojos de cualquier desprevenido navegante virtual. Lo escribía sin cesar, con furia, reiterando la hilera de consonantes  mientras conocía personas en distintos sitios,  mujeres, hombres, sólo para distraerse, matar el tiempo decía.

Conectada con sus hijas que vivían en Cordoba, la red permitía el diálogo diario y el  seguimiento de las materias aprobadas en la Facultad. Toda madre debe vigilar de cerca este aspecto, en especial si los padres  son los que sostienen el estudio, afirmaba. Sara, la mayor cumplía sus expectativas. Lorena en cambio, siempre tenía problemas, aún adeudaba espacios de primer año, quedaba libre y cada tanto se le ocurría cambiar de especialidad. Las chicas sumaban al esfuerzo de su madre la venta de  artesanías tejidas. Venían poco a Pueblo  Brugo, una comunidad bella en su geografía,  pequeña, turística y tranquila.

Zulma en actitud calculadora y precavida,  respondía con un “otra vuelta, estoy cuidando el peso”, cada vez que alguna amiga la invitaba a salir, las actividades sociales no eran afines a sus gustos, le generaba pesar estar con muchas personas, en especial si no las  conocía bien.

Aún admitiendo  que podía serle  beneficioso, no quería tomar responsabilidades laborales, su profesión le posibilitaba tener alumnos particulares. Estudió Literatura,  pero  la docencia habia representando para ella una elección rápida en un momento en el que viviendo en un pueblo entrerriano del interior no había otras opciones, a principios de los ochenta.

Ahora a los cincuenta y pico, jubilada, presumía haber  hecho mucho,  prefería el ocio a practicar una vida insípida y ordinaria guiando jóvenes a repetir como loros lo que enseñaban otros. Despúes de todo, ellos, esos profesores, tampoco parecían  complacidos con una tarea rutinaria, aburrida y adormecedora de conciencias, arriesgaba confiada en círculos íntimos.

Su preocupación era ocuparse de la casa, que no se le venga abajo y lograr bajar esos kilos de más. Comenzó a frecuentar la ALCO .Trataba de zafar de la presión de su madre. Para aguantarla esta ese hermano, para eso vive con ella, sentenciaba.

Graciela se fue más relajada ese día despúes de matear,  así que cerca de las  once de la mañana vació el termo y el mate, se cambió de ropa y fue a comprar un nuevo depósito para el baño. No podía seguir postergando la reposición, buscaría el más barato. La economía hogareña casi moribunda  asestaba  los bolsillos de los argentinos. No me sobra  el dinero versaba Zulma casi a modo de Padre Nuestro, como una plegaria, como si eso le reportara bienestar y seguridad.

 El vendedor la fue aconsejando -ya que renueva el depósito señora no le convendría también  llevarse otro inodoro que haga juego ? a Zulma le pareció sensata la sugerencia. El de ella tenía como veinticinco  años y una rajadura. Preguntó si se podia adquirir todo con tarjeta. Es jueves dijo el vendedor -Puede hacerlo con el plan ahora doce- en cuotas sin interés le queda el mismo precio. Concretaron la operación.

Levantando sus brazos calzó sus anteojos oscuros resuelta a regresar  a su casa, el sol decoloraba esas  vaquitas de San Antonio paseando por  su vestido de lino, aquel sombrero de paja beige apenas hacía frente a la temperie. Acostumbrada a vivir sola, divorciada del padre de sus hijas y sosteniendo a duras penas una relación con su poderosa  madre, la  casa era amparo y cobijo, su lugar en el mundo.

Dos hermanos la mantenían al tanto de las necesidades de la familia de origen. Aunque ayudara a sus hijas, no toleraba a su progenitora, por lo cual las relaciones se limitaban a visitas esporádicas  a la anciana.

El andar cansino y el mentón en alto enfrentaron  a Zulma con  un cartel que decía – oferta por hoy- mallas enterizas ochocientos pesos todos los  talles. Sospechando que se trataba de piezas estampadas o de esos colores que casi nadie prefiere cruzó la apacible calle empedrada mientras crujía el canto de los pájaros en la arboleda. Entró al negocio.  Dispuestas en dos grandes canastos de fino mimbre, eligió una color negro con un detalle en blanco y rojo en los breteles- Esa sale mil pesos dijo la empleada- ¿no estaban todas a ochocientos  pesos ? exclamó Zulma- Sí, pero esa es Sirena, dijo la chica. Compró la malla.

Minutos despúes se cruzó con Dorita, ¿ viste que a Paraná traen  “Los puentes de Madinson?  dale, vamos!-exclamaba -hay no sé dijo Zulma- actúan Araceli Peirano y Pedro  Marnal !- a ella no la soporto, acotó Zulma, ¿cuanto sale la entrada? interrogó- cuatrocientos ochenta  respondió Dorita- bueno, te aviso dijo ella, porque estoy haciendo unos arreglitos en casa y tengo que ver cuanto me cobra el albañil.

Anibal cambió los sanitarios en un santiamén ¿Que va a hacer con esto señora? preguntó el hombre. No sé dijo ella, ya veré de darlos a alguien que le pueda hacer falta, dejalos ahí en el pasillo de la entrada por favor, ordenó, mientras caminaba a su  cuarto a buscar el dinero para pagarle. Anibal cobró y se fue.

Ese mismo día Zulma fue al supermercado Schonfeld porque era la fecha que ponían ofertas y  estaba necesitando yerba, fideos de arroz, tomate,  algunos elementos de limpieza, y unos vinos. Tomó el carrito y salió. Mientras caminaba Nora le mandaba un mensaje ¿ Hola como estas? ¿ nos juntamos hoy? dale, respondió, cerca de las siete y media ya voy a estar en casa. Bueno dijo Nora, llevo un vino blanco dulce. 

Zulma ingresó al supermercado y vio a Mariela reponiendo la mercadería en los estantes. Saludándola  le dijo:

-¿Escuchame, nena, vos no sos la cajera? Mariela estirando sus labios rosa y haciendo centellear dos ojos verdes mientras se rascaba un brazo lleno de tatuajes-  le respondía -sí, pero acá tenemos que hacer de todo, cuando no hay clientes hacemos otras cosas. Ya en la góndola de las verduras y con la celeridad de un lince Zulma  vio a  Eduardo, hizo girar el carrito hacia la izquierda y observándolo con el  rabillo del ojo lo saludó de manera distraída, “este loquito, no vaya a ser que me invite otra vez a esas degustaciones donde cobra todo carísimo  y además, va toda esa gente amiga de él que no tolero”. No le gustaban los supermercados, así que irritada por la pequeñez de los espacios buscó salir rápido de allí.

Al llegar a la caja, con gesto amable le requerían -no tendrías la tarjeta Schonfeld para prestarle al Señor- la dulzura de la joven Mariela calmaba la impaciencia de  Zulma, el nombrado  era un sujeto que andaba con el casco puesto recorriendo el interior del negocio encimándole cuatro botellas de cerveza y unas galletitas casi en modo “te empujo porque estoy apurado”  mientras ella aún no había empezado a pasar por la cinta sus artículos. Con pocas ganas y algunos gestos de desaprobación Zulma buscó su tarjeta y se la entregó a la empleada. El señor cargó las botellas y las galletitas con un  gesto de estar en su mundo y se fue.

-No conoce la palabra gracias éste-rumió Zulma. Pagada su cuenta y cargando las cosas en el changuito, la cajera sonriente  reiteró el  pedido de  la tarjeta de descuento para dos señoras que llevaban dos packs de cerveza, dos bananas, galletitas y tres latitas de pate de foi. Zulma sonrió haciendo una mueca con su mejilla derecha y volvió a entregarla. Las señoras se fueron. Zulma se despidió de la cajera  entre culposa y enchichada – qué gente ésta- Mariela  con la cabeza en alto, los ojos vivaces y las manos ocupadas le comentaba  ¿y nosotros entonces? tenemos que tener mucha paciencia. Ya en la calle, divisó a las mismas señoras  activar la alarma de  un auto de alta gama, -claro-comen pate foi  y andan en un súper auto molestando a los otros- Así estamos en este país.

Ya en su casa encendía  la computadora, acomodaba la mercadería en las alacenas y resolvía darse un baño. Envuelta en su toalla rosa, perfumada y en pantuflas , tomaba una copa verde heredada de su bis-abuela, servía  vino y llevándosela a  la mesa de la PC , elegía el color rojo reiterando en la red las seis consonantes en  mayúsculas que insultaban al gobierno de turno. Una amiga virtual escribía” cuidate, te va a  dar un infarto”, ella respondió con una grosería, la sublevaba que quisieran ponerle límites a su expresividad.

La casa estaba  impecable, el baño casi nuevo, la noche apacible.

Eran las nueve. Nora se acercaba en  bicicleta, faltaban  unos pocos metros, en el canasto traía vino blanco dulce y dos turrones. Divisó un bulto claro en el césped lindero a la vereda. Pensó en una maceta, en algún mueble de descarte que pudiera haber dejado allí algún vecino. Ya en la puerta  tocaba el timbre. Indentificaba a su derecha por fin al inodoro y la inscripción “se vende”.

Pálpito

Esquivarle a las cosas nunca fue su estilo. Había llevado su vida con actitud positiva, apolínea, sin dejar de tener algunas actitudes desafiantes. Años atrás, había tomado decisiones que habían sorprendido, en especial a sus amigas. Ese entusiasmo con el que seguía encarando los desafíos cotidianos, Virginia lo atribuía al haber tratado de ser fiel a sí misma; las rutinas de las mujeres cercanas le confirmaban su acierto al haberse ido de la ciudad a los veintiuno, escudriñando su fuero interno y en una ciudad donde estaría completamente sola. La ardiente mañana de febrero prometía acaloradas horas vespertinas, por lo que había que protegerse para llegar al crepúsculo del día con el cuerpo y el espíritu descansados. Haría una siesta, costumbre en esas llanas geografías de cuchillas y sierras montieleras. Aquel no era un diario acontecer como todos. Su despertar parecía alentarse de una vivacidad excitante. Esos sueños de mujer libre atesorados en silencio, endulzados bajo las promesas del matrimonio y la familia, reaparecían para demostrarle que había en su corazón un pulsar. Aún en lo que algunos denominan el ocaso de la vida, podemos experimentar la exaltación gozosa de la existencia. Siempre se había preocupado por no abandonarse en un estar, en un permanecer sin vivir. Miró de reojos la foto de su esposo y volvió a preguntarse cómo vestiría para la inquietante ocasión. Faltaban horas, pero le agradaba disfrutar del preparativo. Tomó sus sandalias de ribetes negros y hebilla dorada, se vería elegante vestida de blanco, presumió. Buscó aquella pollera de lino con tablones encontrados y una blusa de seda al tono. Ensayó con distintos accesorios, dorados, plateados, combinados, de piedras, todos mezclados, enredados en una antigua caja de madera. No los usaba nunca. Rescató una cartera blanca con detalles en cuero negro, la había elegido en la coqueta Chez Le Sac hacía más de tres décadas. También podría ser la ocasión ideal para usar aquel sombrero rodeado de cintas negras, recuerdo de su viaje a Madrid. En blanco y negro, maquillada con un labial rojo intenso y costosos anteojos oscuros, completó su vestimenta, sintiéndose portadora de una sensación renovada, como si el mundo tuviera esta vez otro rostro, más admirable, mas indulgente. Las puertas de su casa giraban, testigos de su paso. Dispuesta a transitar las apacibles veredas de calle Tucumán observó su reloj, quería llegar justo a tiempo, si lo hacía antes que los demás tendría que responder a los mismos aburridos interrogatorios de siempre. Cualquier transeúnte podía pensar viéndola, que alucinaba con la imagen de una modelo madura de la revista Vogue. Fiel a sus formas, con la frente en alto, segura y cándida, se encaminaba a la casa de Isabel. Le pareció escuchar a lo lejos aquel vals que tanto le gustaba a su abuela “no se puede torcer el destino, como débil varilla de estaño”. Recorrió su vida con un pasaje fugaz, sintiendo cierta nostalgia por lo que ya no estaba. Una bocina de automóvil la devolvió al presente. Días antes, Elsa con una risita cómplice, le había contado que al almuerzo iría Horacio. Cuarenta años sin mediar palabra con aquel hombre, lo había abandonado en pleno proyecto de casamiento para ir a estudiar a Buenos Aires. Virginia asistía a pocas reuniones sociales, enteramente dedicada a los emprendimientos de la Biblioteca Popular, además de los proyectos de la nueva casa del Club de abuelos, la que tenían estaba a punto de derrumbarse. Esta vez, había decidido aceptar el convite de Isabel, que hacía rato deseaba volver a reunir algunos amigos, era románticamente amiguera. Isabel era distinguida, pero le faltaba convicción para mover las cosas, salir de lo habitual, de los lugares confortables. El evento se hacía cerca de su casa, en zona parque, al mediodía, pocas razones tenía para negarse. Echó un vistazo a su historia. ¿Con qué cara la miraría Horacio? La vería una anciana?. Caminando y respirando profundo resolvería esa agitación que le generaba la posibilidad de volver a encontrarlo. El enfrentaba algunos problemas de salud había contado Elsa. A ella la vida la había tratado con benevolencia, al menos eso sentía. Marchaba Virginia hacia la esquina de Tucumán y 25 de Junio cuando levantando la mirada para llamar a la puerta, vino a su mente aquella hoja amarillenta, sostenida con una chinche en la pared detrás del mostrador donde las chicas de la biblioteca atendían todas las mañanas al público y, satisfecha de haber decidido hacerse presente, recordó la frase que contenía: si el tiempo es lo más caro, la pérdida de tiempo es el mayor de los derroches.

María Rosa Gianello

Nació el 9 de enero de 1966 en Gualeguaychú Entre Ríos. Su infancia transcurriò en Paso de los libres, Corrientes. Actualmente vive entre Paraná y Rosario. Es Profesora de Filosofía y Pedagogía y Licenciada en Gestión Educativa. Se ha dedicado mayormente a la Formación Docente continuando con ese oficio en la Universidad Autónoma de Entre Ríos. Hace tres años produce y conduce de lunes a viernes La lengua de la rosa, un programa de Filosofía por FM Cambalache (Paraná). Si le dijeran que debe abandonar el mundo ahora mismo y le dieron la opciòn de llevarse tres cosas, se llevaría sus libros, sus fotos y sus zapatos de tango. No busca escribir, la escritura la busca a ella.