Santiago Alarcón
Los aullidos
Desde la copa del álamo despuntaba el atardecer. El silencio rural que destilaban las ventanas me transmitían calma. Por entre las tablas viejas de la despensa se podía ver la casona con la calzada ocre y el pavimento mordido por la pastura. Ramonita, la chica que atendía, preguntó si pensábamos pasar la noche ahí. Con Claudio nos miramos, teníamos intención de continuar hacia Goya, pero ese olorcito a pueblo nos predispuso a pedirle referencia para pasar la noche allí, en Mercedes. Ella nos comentó que tenía un cuarto disponible en la vivienda lindera a la casona. No lo pensamos mucho y aceptamos su buena predisposición. La permeabilidad de los últimos rayos de sol agrietandose entre las maderas de la mesa ayudó a que busquemos los bolsos del auto y crucemos para acomodarnos en la habitación. Me pareció curioso que a esa altura de la tarde todavía haya chicos sólos en la calle, era una bandita, no más de cuatro.
Se nos quedaron mirando, eran nenes, uno tenía un ojo torcido y hacía gestos con sus manos indicando algo a los demás que salieron corriendo por la vereda y se perdieron en la esquina.
No le dije nada a Claudio, porque era capaz de gritarles algo y no quería que se arme
escándalo por los prejuicios de dos turistas, así que bajé la última valija y acusé el olvido de mi cartera en una de las sillas de la despensa para que se me adelante. El desviado seguía ahí,
estático. Sé que me estaba mirando. Me costó sentirme tan estremecida por ese silencio, que por suerte, rompió Ramonita al salir a la calle para bajar las persianas de la despensa. Se conocían, intuí al verlos. Cruzaron miradas y el chico desviado pareció evaporarse por el vértice de la calle. Me parecieron curiosos sus aullidos. Aquellos que vociferaba mirando al cielo mientras se iba. Largando el humo del Chesterfield por la comisura de los labios,
Ramonita me dijo que anduviera con cuidado, que esos pibes eran rateros y le robaban a las minas que andaban solas. Noté algo raro, no sé bien qué, pero había algo inquietante en ella, parecían palabras que estaba acostumbrada a pronunciar. Crucé la calle y antes de ir a contarle a Claudio me detuve en la casona, apagada y en penumbras, salvo por una de las ventanas que dejaba ver el reflejo de lo que parecían ser unas velas encendidas. Escuché un alboroto que provenía de adentro y estoy segura que volví a oír aullidos que se unían con distintas voces. Corrí sin pestañear hacia la vivienda, lo único que quería era ver a Claudio y dejar que la noche se esconda detrás de la puerta. Sus bolsos estaban intactos en una pequeña sala de estar, sólo se escuchaba el ruido de una heladera vieja. Lo llamé y no contestó. No había notas ni mensajes. Tampoco teníamos señal. De repente alguien golpeó la puerta con mucha fuerza. Esperé sentada en el sillón mirando hacia el picaporte y me tapé los oídos.
Estaba aterrada. Fueron segundos. ¿Si le había pasado algo? No podía quedarme sin hacer nada. Quizás habrá sido el mismo arrebato de imprudencia el que me animó a salir a la calle,
al encuentro de algo o alguien. La luz de la luna resplandecía más que nunca. La calle estaba vacía. Comencé a sentir el sonido de una bisagra oxidada, giré mi cabeza y lo vi parado sobre el portón de la vieja casona. El chico torcido sonreía y me miraba fijo mientras sostenía un puñal con los dedos cubiertos de sangre. Lo último que vi fue el reflejo de la luna sobre sus dientes de metal. Señora, los perros tienen hambre.
Las cenizas
La luz está arriba. El humo sisea entre los dedos. Yo sé que nos miramos, hay un silencio cómplice entre nosotros. Te veo por el reflejo del cristal sucio, te veo sin verte. Te imagino.
Nunca vi la luna tan brillante. El calor empieza a soplarme la piel, casi me quema. Quiero que me queme. La paradoja de la herejía ¡Que arda por bruja!. Las piernas gordas, los muslos que se rozan, las caderas sin conquistas. La luz sigue arriba, pero ahora se corrió un poco hacia el costado. Redonda allá arriba, redonda yo abajo. Estás latiendo dentro mío, nadie te quiere, te siento. Sin nombre. ¿Seré la única con un Parisienne? ¡Prendanla fuego! A Luis le gustaría estar así Sin Nombre. Con un abrazo nos abrazamos. Sin Nombre. No te odio, quiero que lo sepas. Si existe el alivio, me entenderás. Hija de puta. ¿Podríamos congelar este instante? Así a lo mejor me acostumbraría. Luis baila todas las noches, buscando esto que tenemos Sin Nombre, pero nunca lo va a conseguir. Esa loca no entiende de lunas y reflexiones. No entiende de soledades. No entiende lo que me pasa. ¿Tenés idea lo que vas a hacer, no pensás en él? La luz está abajo. Te corriste hacia mi izquierda. Se me impregnó el humo en el suéter Sin Nombre, es un olor desagradable, aunque aprendí a tolerarlo, como tolerás ser una asesina. ¿Te gustan mis senos Sin Nombre? A Valentín también le gustan.
Más ahora. Lo estoy esperando, no debe faltar mucho para que llegue. Quizás sea él Sin Nombre, tengo una corazonada ¿Nos enfrentamos a un último adiós? Nunca se va a enterar.
Esto es entre nosotros dos. Egoísta y miserable como tu madre. Cada día te asomás un
poquito más haciendo de las horas un martirio. Sos peor que ayer ¿Pero sabés algo? Lo más lindo acerca de nosotros, lo más lindo a pesar de nosotros, es esta fuerza de insistir en que el futuro termine acá.
Al final de la madriguera
En ese instante, a pocos metros del campo, yacía emulando los colores del marfil.
La alteración de las formas es en gran medida, una manera de ver los segundos en perpleja descomposición. Debo confesar cierto gusto por lo que hago, no es que sea un loco, me considero más bien un entusiasta, de esos que no abundan en la cotidianeidad de lo trivial, yo incurro en los hábitos de la creación y la admiración de la realidad. La naturaleza es simple de observar, ¿sabés? Pero no es fácil de entender. Hay que tener el valor en la sangre y la voluntad en las manos. Porque es cierto, siempre quise saber qué se sentiría encestar un golpe mortal. La cadencia del hueso con hueso. No es como un insecto que hace crunch, el sonido es distinto, es un crack. Es macizo y confieso que me deleité con el primer impacto, la sangre fluyó en mí como la rabia inyectada en los ojos de las hienas embravecidas al conocer su banquete. Luego de ese vino otro, le di aún con más fuerza ¡Crack! Seco. Y de repente el blanco en vino. El fluído brotaba en ese cráter exangüe. Te sentís poderoso, la perturbación no es tal. Se termina exhalando como la bruma en el frío invierno. Dejame decirte que hoy quiero probar con otro elemento. Me lo pide de forma imperiosa. El filo mortecino suele ser justo y piadoso, dependiendo las manos que lo porten. Hoy no será la excepción, te lo prometo. Un corte preciso, sólo necesitamos eso. ¡Hoy bailaremos la danza del crepúsculo!
como los vampiros latiendo en la oscuridad de la noche.
Y por esa misma ventana, contemplaré la próxima expiación. Porque sé que la luna estará inmóvil, iluminando la vera del paraje. Y alguien permanecerá inmóvil viendo la ventana, iluminando mis ansias de cacería.
Creyente
Siento que la otra vez cuando te conté todo eso que te conté, me faltaron cosas por decir. Te hablé de aquel sueño en donde estaba ella, pero distinta, tenía tatuajes, las piernas pintadas de colores, y veía reflejadas mis angustias por todo su cuerpo. Te conté de las personas que me caen mal, de mis intervenciones en el quirófano y de esa chica, que ahora me aparece pintada. Miles de veces te la nombré. No la puedo sacar de mi cabeza y ni siquiera sé por qué. Será porque de los recuerdos se vive. Quisiera saber tu opinión, qué pensás sobre todo esto, tus consejos o por lo menos, escuchar tu silencio. Un poco perdido, estoy volviendo a la rutina de la adolescencia, todos los sábados y a veces los viernes, nos juntamos con mis amigos a bajar las botellas de vodka. Terminamos siempre en alguno de esos antros de mala fama como solés decirles. Por las noches tengo miedo de ir a dormir porque la vuelvo a cruzar, por eso, como salvoconducto, escapo ahogando neuronas. Espero el fin de semana, y cuando llega, pienso en volver a los lunes. En ningún lugar siento conformidad. No sé qué quiero para mañana. Te escribo mientras miro como el sol se escondió detrás de la casa de los vecinos, dándome la espalda sin despedirse. Se está haciendo un poco tarde y tengo que serte sincero. Cuando vine para acá te comenté que iba a comenzar una nueva vida, retomar mi profesión en alguna empresa, darle valor a los años de estudios que se bancaron. Todavía guardo en el cajoncito del mueble, todos los certificados de los cursos que hice los últimos meses. No creo que sirvan de algo, son sólo papeles impresos que nadie tiene en cuenta. Las empresas contratan gente linda viste, personas calificadas estéticamente, con sus sacos, sus corbatines, sus tacos aguja. Y yo no tengo todas esas cosas, lo mío pasa por otro lado. De eso te quería hablar. Antes de venirme a la ciudad, Oscar me pidió que lo acompañe a esa casa de tatuajes que maneja la sobrina del Emilio, porque se quería hacer no sé qué cosa en el brazo. Cuando pasó con la chata, hizo un comentario que lo tengo muy fresco. Dijo, cómodo posando su mirada en la mía: ¿Por qué no te tatuas conmigo? No le contesté nada, quedé pensando. Nunca llamó mi atención dibujarse el cuerpo, pero sentí algo de perturbación, pasar los límites que uno mismo se pone como si fuesen dogmas. Que lo planteara no hacía otra cosa que querer cruzar esa barrera y cometer el asalto propio. Durante todo el viaje retumbó esa sensación en mi cabeza, hasta llegar al lugar, incluso atravesando la entrada, sentado mientras esperaba que lo atiendan al Oscar. Mientras hundían la aguja sobre mi piel, pensaba en el qué dirán, en el qué diré, sintiendo hasta dónde eran capaz de llevarme los impulsos. Ahora cargo con la tinta impregnada sobre mi cuerpo como si fuese un lienzo vivo. Las cosas empiezan a cobrar sentido, los sueños se manifiestan de formas curiosas y será por eso, que en mi inconsciencia, ella estaba pintada a mi manera.
Un día después
Touluse me mira mientras lo miro. Siento cómo la bravura ya no me ajusta, quedó distante.
Lo noto perdido al verlo irse por la ventana en busca de Dios sabe que.
Me cuesta creer lo vivido, mirando algún punto fijo en el recuerdo. Si lo que vi fue realidad o una ficción orquestada por mi inconsciente.
Ahora necesito aire, salir a la calle, sentirme normal como lo normal que fui toda mi vida.
Estoy dispuesta a pasar por la puerta y conectarme con el mundo.
Mientras bajo por el ascensor pienso en escribir. Escribir un libro, por qué no?
Me sorprende la soledad de la calle, me había olvidado lo que era la rutina. De todas las casas que veo, me detengo en una que llama mi atención. La fachada del lugar ostenta sus años, junto al muestrario de cosas que se dejan ver desde la entrada, arañas de cristal, vasijas viejas, una botella de colección de algún vino de antaño y el cartel de abierto que me invita a pasar.
Sin nada que perder me adentro por el angosto pasillo para ver con qué otras antigüedades me puedo llegar a encontrar. Siempre tuve curiosidad por las cosas que el tiempo dejó morir.
La casa está desolada y yo con todo el tiempo del mundo, me siento una nena en una
juguetería. Nunca pensé haberme vuelto tan vieja. A cada paso invento historias de los
objetos que veo, seguro que más de uno está acá porque tienen una maldición que acabó con la vida de sus antiguos dueños.
Casi por coincidencia, al final de mi recorrido, veo un sucio pero cuidado tomo con una
pluma que se apoya sobre él con delicadeza. No sé por qué pero ese vetusto libro me llama.
Al acercarme voy sintiendo como mis pensamientos se liberan y mi mente se aliviana, algo me conecta con él. Lo vivo mientras mis manos aprecian su textura. La tapa está llena de grabados en una lengua extraña.
Un portazo me vuelve a conectar con la realidad. Ya no estoy sola acá dentro. Con el libro en mis manos, apresuro el paso para salir por el pasillo. La habitación se distorsiona, entro en pánico. Escucho pasos que vienen hacia mi. Los pálpitos de mi corazón retumban sobre todo mi cuerpo. Sé que tengo que calmarme pero la situación me sobrepasa. Siento que corro peligro, esto ya lo viví. Es culpa de este libro, algo hizo en mí, estoy segura.
Parada en medio de la sala el tiempo se detuvo. La existencia se congeló.
Dentro del libro se encontraba una foto mía de pequeña en perfecto estado, detrás a
manuscrita se leía “Clara”.
Santiago Alarcón
Rosarino desde 1994. Su niñez estuvo marcada por la búsqueda de historias fascinantes para contar. Estudió Ciencias de la Comunicación y se recibió de Licenciado en Publicidad.
Siente que la vida se juega al golpe por golpe y son pocos los momentos que baja la guardia.
Comunicador, diseñador por oficio y emprendedor, intenta hacer uso del texto para afinar su entusiasmo por la narrativa.
Modesto. Confiesa que escribir su propia biografía fue la tarea más difícil en mucho tiempo.