Verónica Wallace

Bendita tu eres

A la tarde, Manuela está cosiendo mientras el Sol sonriente de Sevilla entra por el patio en flor. Escucha una copla que contiene mensajes heredados de sus padres y canta el silencio.

Aún queda un tiempo de compañía con las plantas y el hilo verde con el que decora un mantel para su vecina. No le enseñaron a leer ni a escribir, y aunque a veces le hubiera gustado poder garabatear algo más que su nombre en letras grandes y difícilmente legibles, agradece todo lo que dejaron: recuerdos de agua y fuente, un mendrugo de pan y poco más.

El reloj de la cocina marca las seis y se prepara para cortar papas, freírlas, juntarlas con los huevos de gallina y esperar hasta que se conozcan lo suficiente como para traer al mundo una tortilla que dará de comer a la familia durante dos días. El gazpacho espera ya enfriándose, porque con la primavera llega también la época de la bebida helada para guerrear al calor. Por la ventana saluda el inicio del ocaso, prende la luz y el televisor, y mientras escucha algún programa, corta el pan, coloca una copa para el vino de pitarra que no beberá, y disfruta de su última hora de libertad.

Vuelve a mirar el reloj, y abre el grifo para tomar agua. Su mano tiembla, y el vaso la acompaña hasta su boca con ese movimiento que es leal al latido indómito de su corazón.

Suena el teléfono. El vaso vacío cae al suelo de cerámica marrón. El cristal explota como explotaría cualquier otra cosa: sin orden ni razón, solo con fuerza.

Desde el otro lado de la línea habla una de sus hijas. Se cuentan cosas importantes para ellas, como la preparación de la Semana Santa, lo bien que ya toca el niño la corneta y el precio del bacalao. Por el cable telefónico que va desde su casa a la otra, viaja una pregunta y el miedo que acompaña a ser respondida.

 – ¿Llegó del trabajo padre?

Las expertas improvisadas en matemáticas resuelven la ecuación y concluyen, que pasadas las nueve como son en el momento, padre habrá pasado al menos dos horas en la taberna de la calle Elvira, tiempo suficiente para haberse dado un buen baño de licor de manzanilla. Aunque nada de esto se dicen entre ellas.

Inútil es el adjetivo que últimamente la define como esposa, y los restos de cristal son la confirmación de esas palabras tantas veces repetidas. Agarra la escoba y limpia cualquier cosa que pueda delatar su torpeza. En casa, los detalles la espían y la acusan.

Cuando son las diez de la noche, Manuela decide irse a dormir y esperar su destino en pijama. Saca el Rosario de la mesilla de noche, reza un padre nuestro, y pide a la Virgen de Triana por sus hijos, por sus nietos, por la Loli, que agarro un cáncer y esta mu malita la pobre, y por la orden del Santo Sepulcro. No pide por ella, porque la Iglesia se ha asegurado de convencerla de lo inadecuado que eso es.

Ya acostada en la cama, con las sabanas de lino arropándola desde los pies hasta la nariz, escucha el sonido de la puerta que la golpea en las costillas, respira el azahar que se cuela tras las rejas de la ventana y cierra los ojos.

El Cristo de madera, encima de la cama, observa todo lo ocurrido, pero no puede moverse, igual que Manuela, sometida a aguantar el peso de la cruz, que esa noche, como tantas otras, tiene cuerpo de hombre.

Tornare

Tumbada en esa habitación de huesos, se mueve para buscar  los de él, ligeros como su interior, labrados con constancia. Él está  decidido  a pesar lo estrictamente necesario para poder ser considerado humano.

Los recuerdos de ella se vuelven densos y opacos, contrastan con la ligereza de su amante definitivo y con la luminosidad de ese cuarto de hotel italiano.

Quiere correr, y en su mente lo hace,  alejándose de alguien que se parece a ella misma y a su volcán interior. Su cuerpo no responde. Escucha el tango de fondo y eso la retiene.

Llora gasolina. Ella piensa que la rabia es capaz de convertir el agua salada en combustible. Pero que es su secreto. Y se alegra de que los explotadores aun no lo sepan, porque convertir la tristeza en un negocio sería lo último que necesita este siglo absurdo.

El chico transparente que antes dormía, se da la vuelta y la mira. Mediante su telequinesis particular le recuerda sus poderes  y sigue a su lado. La chica de fuego cambia de estado, ahora es viento, ligero viento que se eleva  y que combina con los huesos compañeros.

 

El otro Ramón Sijé

Pusimos velas y nos encomendamos a nuestros familiares muertos, a gurús sin nombre, al amor y a la fe que antes había estado únicamente dirigida a nosotros.

Quizás fue todo eso lo que desmontó el mito de la salvación. Nada funcionó. La revelación de la muerte llegó sin oportunidad de obviarla. Nos dejó totalmente desnudos y desolados.El tiempo retrocedió hacía un pasado inexistente, para luego adelantar hasta una época desconocida. La fecha de nacimiento que me identificaba cambió por completo, me quedé sin género, sin nombre. De alguna manera sentí que había despertado, que la enfermedad había hecho en mí un doloroso y eficaz efecto revulsivo, y que ya no quería jugar más con el tiempo cambiante e inesperado.

En una linda caja amarilla guardamos su cuerpo y cruzamos el río. Fue durante un día de sol traicionero, lo que mitigaba la melancolía y combinaba con la caja. Los mosquitos me comían viva, pero en esa ocasión deseaba que la sensación nunca parase.

Después de cavar su tumba y enterrarlo, hicimos un fuego encima, para que nadie, excepto nosotros, supiese el lugar de su partida. Yo esperaba tener y conservar algo de intimidad en esa muerte tan poco anunciada.

Nos quedamos ahí, compañeros de duelo, sin tocarnos, pero compartiendo la pala y las manos llenas de tierra al principio del otoño, derrotados por la apuesta que habíamos hecho, por la pérdida insuperable de nuestro amigo. Había una paz diáfana y recuerdo haber pensado lo afortunados que éramos por poder finalmente enseñarle la isla. La de los tres. Allí se quedaría, viendo los camalotes pasar al ritmo de la corriente. La fábrica frente a nosotros me gritó desde lejos lo frágil y momentáneo de la belleza. El agua se convertía en chocolate, un perro ladró desde la profundidad del río y yo quise salir corriendo.

Verónica Wallace

Nacida en Vallekas, barrio con espíritu de pueblo dentro Madrid, a mediados de los 80. Siempre soñó con viajar en el tiempo hacia los 70, aunque cree que es mucho mejor imaginarlo que vivirlo.
Actualmente se encuentra en una relación sentimental con la ciudad de Rosario.
Psicóloga de formación, amante de la psiconáutica por decisión, y aprendiz de psicomagia por vocación.